Relato

Para los que leéis todas la novelas, y las devoráis aunque la cera de las velas se agote.

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kurgan
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Relato

Mensaje por kurgan »

Ahí va una cosilla que escribí hace tiempo y que nunca me había animado a publicar. No es muy bueno, pero en su momento disfruté escribiéndolo. En fin, que os guste. Si hay interés continúo, que tengo más escrito sobre la misma historia.

Un largo camino es el que he recorrido, fue la frase que se le pasó por la cabeza a Horsa, feestech (guerrero), de los kul orientales, al contemplar el enorme farallón de piedra una última vez.
Horsa tenía veintitrés años, y era un guerrero desde los quince, cuando había superado el rito que lo convertía en hombre, marcándose la cara con una cicatriz vertical que aún conservaba. Por el cuerpo tenía muchas más, procedentes de tres campañas de guerra y ocho años de cabalgata interminable por las estepas de su tierra natal, bien disputándose el ganado y el honor con los otros clanes, bien peleando por el placer de pelear. En las llanuras y bosques de Kislev, había abatido a cinco caballeros y recibido un flechazo en la garganta que debería haberlo matado. Y por último ahora estaba luchando en tierras que solo conocía por leyendas e historias de grandes saqueadores, en la mayor cruzada de los últimos dos siglos.
Desde el punto de vista de un sureño, poco acostumbrado a la visión de los elegidos de los dioses, Horsa era más alto y fuerte que un hombre normal, de extremidades largas y musculosas y de hombros anchos. El pelo negro y la piel morena lo diferenciaban de los hombres imperiales, así como las armas y armadura. Un oscuro casco astado le protegía la cabeza, a la manera de los guerreros de las estepas, y una cota de mallas del mismo color le llegaba hasta los muslos. Los brazos iban desnudos, cubiertos tan solo por los brazaletes de guerrero forjados con las armas de los guerreros que había derrotado. Había muchos.
Horsa no era su verdadero nombre, por supuesto. Era una palabra en el lenguaje en el que se entendían los guerreros de las hordas del norte, procedentes de muchas tribus e incluso de varias razas, que designaba a un guerrero a caballo. Su verdadero nombre era poder, y solo lo conocían algunos íntimos. Fuera como fuere, con el nombre de Horsa había ganado honor ante los dioses desde que se adentró, con la partida de guerra de jinetes de Gayvar Urúk, en las tierras de los que siguen a dioses falsos, como se conoce al Viejo Mundo entre los kurgan, siguiendo el dictado de la bestia Archaon.
Gayvar Urúk murió pronto. Gran guerrero, bendito por Tchar, tuvo sin embargo la mala suerte de morir con muchos de sus jinetes poco antes de que cayera Erengrado, tomada gracias a una acción de la flota norse. Fue un buen combate, en el que la partida de Gayvar y otras dos se enfrentaron con los jinetes kislevitas, que intentaban hacer una salida desesperada. Al final se retiraron, acosadas por los hombres del norte, pero muchos guerreros de uno y otro bando cayeron antes de que la voluntad de los kislevitas flaqueara. Horsa recibió un feo tajo de sable en la refriega, y su hermano Bahur, atravesado el hombro por una lanza de caballería, desapareció entre los cascos de los caballos.
Después de la muerte del líder y con la mitad de los hombres heridos o muertos, parecía que la partida de guerra iba a desaparecer. Sin embargo, nadie quería perderse la caída de la maldita ciudad kislevita, de forma que los supervivientes que podían combatir se unieron a las tropas de infantería que aguardaban para asaltar las murallas de la ciudad.

Creeee...bum.
Otra salva de rocas. Los cabrones de los kislevitas las lanzaban agrupándolas en planchas de madera para inclinarlas después, generando así una auténtica lluvia de cascotes que caía sobre los kurgan que se apiñaban en las murallas. Esta vez, las piedras cayeron sobre tres hombres. A uno de ellos, un kurgan barbudo con los brazos desnudos, le rompió el cráneo la arista de un fragmento de caliza. A Guyer, uno de los hombres de la antigua partida de Horsa, le arañaron el brazo izquierdo, dejándole infinidad de franjas sangrantes y moratones. Sin embargo, siguió sosteniendo el hacha con el brazo útil. Al tercero, Huyer, un alto guerrero con la marca de Khar, le destrozó una roca la rodilla, y dos de sus compañeros lo arrastraron para dejarlo relativamente a salvo de los pisoteos y de lo que caía desde arriba.
-Está mal el asunto, seh.-dijo Tyur, otro hombre de la partida de Horsa, mientras miraba las dos escalerillas ya partidas, rodeadas por hombres con el espinazo roto. Mientras hablaba, se tapaba con el escudo y cubría a Bor, el arquero que tenía detrás.
-Está peor que mal-fue la respuesta de Horsa.- Parece que esta vez tampoco lo conseguiremos.
Estaban en la zona más baja de las defensas kislevitas, una construcción de piedra blanda que estos habían construido hacía medio siglo para cubrir la expansión del puerto.
Encima, en las murallas, sus compañeros libraban una desesperada lucha por tomar el parapeto, y permitir que subieran sus camaradas por la única escalerilla que quedaba en esa parte de la muralla. Los tenaces defensores ya la habían derribado dos veces y matado a todos los que habían subido, para arrojar sus cuerpos hacia la muchedumbre de kurgans, y a cada vez nuevas manos la habían aupado y nuevos guerreros habían subido penosamente entre una nube de proyectiles procedente de las murallas.
Otra saeta impactó en el escudo de Horsa, esta vez suficiente fuerza como para atravesar peligrosamente la madera y el cuero. Por pocos centímetros no clavó el brazo del guerrero a su escudo.
Arriba se peleaba mucho y bien. Había cerca de media docena de asaltantes en las almenas, y parecía que conseguirían abrir hueco. Sin embargo, los kislevitas hostigaban de tal manera a aquellos que subían que, de cada tres que apoyaban la mano en la escala, dos caían mientras intentaban subir. Finalmente, los defensores consiguieron matas a todos los que estaban arriba y arrojar por tercera vez la escala hacia la infantería kurgan. Un soldado alto, con gorro de piel de zorro, que estaba a punto de alcanzar las almenas, manoteó desesperadamente intentando encontrar un asidero durante un patético instante, antes de chocar ruidosamente y con fuerza contra el duro suelo.
-¡Retirada! ¡Retirada!
Los kurgan, exhaustos, retrocedían cubriéndose con los escudos de los proyectiles que les mandaban desde arriba, mientras los arqueros les cubrían con flechas muchas veces recuperadas de los cadáveres o extraídas del duro suelo. Pero los kislevitas también economizaban vidas y munición, y apenas respondían al fuego.
Ayudando a un hombre herido en la pierna a llegar a cubierto, Horsa vio a una figura que se negaba a retirarse, quedándose de pie mientras hasta guerreros más recalcitrantes se alejaban del escenario del fallido ataque. Era Bor.
-¡Bor! ¡Date la vuelta, maldito ¡Nos retiramos, seh!
-¡No sin mi muerte!
El maldito arquero llevaba toda la mañana obsesionado con un defensor de las murallas, un ballestero pelirrojo que surgía de vez en cuando para acabar con un kurgan. Había jurado que lo mataría, pero el tirador, seguramente un mercenario imperial o sureño, al parecer no tenía una posición fija. Era una leyenda entre los asaltantes, y Bor se consideraba a sí mismo uno de los mejores arqueros del ejército asediador. Cuando se había propuesto derribar al capitán de la puerta oeste, un kislevita con un penacho blanco, había estado en asaltos cuando no le tocaba, solo por cobrarse esa pieza. Ahora, lo mismo.
-¡Va a salir! ¡Lo oigo!
Tres ballesteros se asomaron al mismo tiempo, sacando sus cabezas y sus armas por encima del murete de piedra. Buenos tiradores que esperaban acabar con ese nórdico estúpido. Uno tenía el cabello rojo como el fuego, y un arbalete lustroso que había causado cinco bajas ese día.
Bor soltó la cuerda del arco, un arma potente y semicurva que podía ser usada tanto desde una silla como a pie. La flecha atravesó la cara del mercenario, y esta desapareció del campo de visión de los asaltantes como si alguien hubiera agarrado la roja cabellera por detrás y hubiese tirado de ella bruscamente. Otro de los ballesteros pulsó un mecanismo y el proyectil pasó a menos de cuarenta centímetros de Bor. Éste, desdeñoso, se volvió con una ancha sonrisa en el rostro hacia las líneas kurgan, que lo vitorearon al mismo tiempo que un rugido se elevaba de las murallas. Bor levantó los brazos en además triunfal mientras trotaba para reunirse con los kurgan. A pocos pasos del primer escudero, que sostenía su escudo de roble como invitando al arquero a cobijarse debajo, y mientras los kislevitas de las murallas aprestaban los arcos para intentar un tiro inútil contra ese nórdico que había acabado con su mejor tirador ( o eso creían los kurgan) el tercer ballestero disparó. Bor cayó hacia delante con el hígado atravesado, en un curioso movimiento, doblando las rodillas y girando el torso para impactar con la oreja derecha en el suelo. Pero con la sonrisa de la victoria aún impresa en la cara.
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igest
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Mensaje por igest »

Muy bueno Kurgan, no obstante no lo había leido antes? puede ser un lapsus mio, o creo que en alguna versión anterior del foro lo habías publicado??
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Weiss
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Mensaje por Weiss »

Muy bueno.

Ultimamente parece que a la gente le da por hacer relatos protagonizados por el enemigo habitual, viendo este y el de los siervos de Slaanesh. Ya era hora de que se hiciese algo diferente al típico héroe elfo o al campeón del Imperio.

Además presenta una escena bastante sangrienta, sucia, brutal y poco elegante, como son realmente las batallas y algo que no muchos textos logran captar.
"Ninguno de vosotros lo entiende. Yo no estoy encerrado aquí­ con vosotros. Sois vosotros los que estáis encerrados aquí­ conmigo"
kurgan
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Mensaje por kurgan »

Bueno, ya que hay un par de buenas críticas continúo con el relato.
(Para Igest) Sí, te lo había mandado cuando habíamos pensado en colgar la primera parte de un relato en otras páginas de warhammer y la continuación aquí, pero como el proyecto no cuajó, decidí publicarlo todo en este foro.
(Para Weiss) Pues si no recuerdo mal, esa parte por lo menos la escribí antes de leerme el Juego de tronos. Y Meñique va a sobrevivirlos a todos.

Más tarde, poco más tarde, Erengrado cayó, en una jornada fatídica para Horsa, que casi muere de un flechazo. La flecha, disparada a larga distancia, tuvo sin embargo la fuerza necesaria como para atravesarle el cuello. Si Horsa aún estaba vivo era porque era un proyectil de punta fina. Una cabeza ancha le hubiera a buen seguro abierto la arteria o tocado la columna, y aún así tuvo suerte de seguir vivo, pero fijada al ástil había una pieza de hierro rematada por algo semejante a un punzón, diseñada para atravesar armaduras y defensas de malla.
Aún así, la herida hubiera acabado con la vida de un hombre en noventa y nueve de cada cien ocasiones, pero los dioses, como sabe cada kurgan, aman las excepciones a la regla. Así pues, ni la laringe, ni la arteria ni la columna fueron tocadas, pero Horsa quedó sentado consciente, sin atrever a moverse por temor a que la flecha chocara con algo y le agrandara la herida, durante un largo rato, hasta que dos hombres de la retaguardia lo socorrieron y lo llevaron junto a un brujo delgado que le extrajo la flecha con un movimiento fluido y doloroso, y le dijo que si gritaba en las próximas semanas corría riesgo de abrirse la garganta y quedar ahogado en su propia sangre. Sus compañeros lo perdieron y se unieron a otras partidas de guerra, pero los hombres de Ghutry Beh, el zar que había quedado designado por Archaon para asegurar la ciudad de Erengrado, lo aceptaron entre ellos y le vendaron y limpiaron el cuello.
Pasó el invierno allí, entre los restos de una ciudad en ruinas, custodiando esclavos y tratando con los nórdicos, con frecuentes ataques de fiebre, pero sobrevivió. El clima era mucho más suave que el de las estepas, y vio la maravilla de las maravillas: las aguas del Gran Mar subían y se retiraban alternativamente. Una cautiva kislevita, que se había dado maña en entretener a los salvajes nórdicos a cambio de mejor trato, se lo señaló como un gran portento a sus nuevos amos. Los nórdicos rieron y dijeron que en su patria ocurría lo mismo, y que el gran dragón que moraba en el fondo del océano, en espera del día del fin del mundo, tragaba y vomitaba el agua al roncar. Los nómadas no le dieron mayor importancia, pues sabían que todo en el mundo es cambio.
Con la llegada de la primavera, las hordas se pusieron en marcha. ¿El ejército de Archaon aún seguiría devastando las tierras del Sur, o la horda había sido engullida por las enormes fauces del Imperio sureño? ¿Quién lo sabía? O quizás ya había llegado hasta la última mar, y ya no quedaba en el mundo un lugar por conquistar para los hombres del norte. Horsa se unió a una partida heterogénea, sin líder ni estandarte, una banda de tahmek sedientos de botín, kurgan heridos el año anterior que deseaban unirse a Archaon en el sur, y nórdicos ansiosos por otra victoria para poner muescas en su hacha. Eran cerca de doscientos, pero marchaban separados y en varios grupos. Con esa compañía, en las afueras de una aldea devastada por alguien en medio de los bosques, fue cuando habló por primera vez con Cryeez.

La garganta ya no le molestaba. La infección que le había mantenido postrado durante buena parte del invierno había remitido para desaparecer, hecha retroceder por cataplasmas y conjuros. Se hallaba sentado cerca de la montura, cerca de otras dos docenas de jinetes kurgan que conocía superficialmente de Erengrado. Eran de tribus diferentes, en algunos casos enemigos reconocidos, pero eso ahora daba igual.
Los kurgan no eran un pueblo preocupado por la pureza de sangre. Las tribus se hacían y se deshacían en guerras, uniones y divisiones según la fuerza de las armas y la voluntad de los caudillos, y se mezclaban al capturarse mujeres y niños junto con el ganado en las incursiones. No era infrecuente que los jinetes desheredados cambiasen de tribu, y a veces incluso clanes enteros variaban sus lealtades. Sin embargo, sí que había viejos odios y rencores latentes. Pero en ocasiones como esta, se podían dejar de lado hasta cierto punto. Les guiaba un viejo tahmek que conocía mal que bien el camino por haber seguido a las hordas hasta Nordland, había media docena de kul occidentales, enemigos del pueblo de Horsa, pero que en última instancia lo apoyarían en combate contra los sureños, y dos dolganos enemistados a muerte con tres wo orientales que dormían sin temor a poca distancia unos de otros. Después de todo, habían hecho un juramento de lealtad mutua.
Con una puntada final, terminó de arreglar una bota de jinete, y se la lanzó con un grito de advertencia a un jinete barbudo y ancho de hombros que se masajeaba un pie desnudo. Este observó el trabajo durante un instante y asintió. Horsa le había reparado la prenda a cambio de un conejo vivo que había atrapado por casualidad, cuando descubrió un agujero de estos roedores. Levantándose con un movimiento fluido y un quejido, el kurgan fue hasta donde el animal estaba sujeto, amarradas las patas con una cuerda, y lo agarró por las orejas para desatarla y guardarla en las alforjas de su caballo. Los ojos marrones del animal preso por las orejas orbitaban de terror y ganas de escapar, y parecía que con el constante fruncir de los labios expresaba su inquietud.
Horsa se acercó a una fuente cercana, cuna de un arroyo humilde que se perdía en el bosque, y degolló a la criatura, poniendo los ojos en blanco y recitando una corta plegaria de acción de gracias a los dioses por su cura. No había acabado cuando sintió unos ojos clavados en él. Eran los de un jinete con el que nunca había hablado, que dentro del pequeño grupo organizaba a aquellos que se ocupaban de forrajear y explorar. Cryeez, creía que se llamaba.
Fue hasta él, con el conejo soltando sangre que acabaría en el guiso dentro de poco. El jinete estaba recostado contra un árbol, con el negro peto encima de la silla del caballo. Descamisado, disfrutaba del tibio sol primaveral.
-Saludos, guerrero de los dioses.
-Saludos, Horsa de los kul.
-Conoces mi tribu-dijo Horsa asintiendo- pero yo no conozco la tuya.
-Me llaman Cryeez. Del clan de los gatos monteses.
-Ah.-el guerrero pertenecía a las pequeñas tribus del norte profundo, situadas en el borde de las montañas de Norsca, que tenían poca relación con el resto de los kurgan, aunque a veces los Hastlings o los Avars, sus parientes, los saqueaban o se aliaban con ellos para luchar contra las tribus orientales. Cryeez era alto y delgado, con un sable de caballería y un hacha de guerrero de a pie que habían llamado la atención a más de uno de sus compañeros por la hermosura de su factura. El casco astado y pintado de rojo descansaba en el suelo a poca distancia del guerrero.
Horsa se apoyó contra otro árbol, un joven álamo que crecía cerca de la fuente.
-Creía que los hombres de las tribus de los montañeses no hablaban la lengua kurgan. Se dice que adoran a las divinidades de las colinas, pero que son demasiados pocos para formar auténticas hordas, y que se enfrentan a los gors y a los hombres altos de Norsca.
-Y lo hacemos. Pero somos auténticos kurgan, aunque pocos de nuestros guerreros se hayan unido a las hordas que se encaminan hacia el sur. Ni Archaon ni Vardek Crom han sometido a nuestros caudillos y les han hecho jurar que no atacarán a las otras tribus que se debiliten porque sus guerreros marchen hacia el Sur. Pero tampoco las otras tribus han jurado no atacarnos a nosotros.
-Entonces, ¿Por qué has venido?
-Soy del clan de los gatos monteses, que se ha aliado con un caudillo de los varegos para luchar contra el clan del Lobo y sus aliados de Norsca. Entré al servicio de un príncipe varg como agradecimiento por la ayuda prestada, y cuando los príncipes-a despecho de declarase un kurgan, Cryeez empleaba algunas palabras nórdicas- se encaminaron hacia el sur, yo luché como muchos. Acabé en Erengrado, y entonces...- se encogió de hombros.

A partir de entonces, Horsa encontró un amigo en el nórdico extraño, que siempre parecía melancólico y que cuando entraba en combate lo hacía como con desgana, sin reírse ni cantar como hacían los alegres kul y miembros de las demás tribus de las amplias llanuras. Sin embargo, era un buen jinete, y con su estilo callado y franco se diferenciaba aún más del resto de la partida. Todas las tardes, después de la cena, comentaban las batallas en las que habían estado y los guerreros y tribus que habían visto hasta ahora, y el lejano sur, donde ahora estaba, que estaba lleno de portentos. Cryeez le hablaba a Horsa de las extrañas costumbres de su gente y de los múltiples dioses que adoraban, y este le contaba las sagas de los grandes héroes y la historia de la última gran invasión, cuando los antepasados habían cabalgado profundamente en la tierra kislevita, y de cómo las tribus de la sombra eran cada vez más numerosas y del triunfo inevitable del Caos. Cuando llegaron a una ciudad en ruinas del este de Nordland, donde Horsa encontró a muchos de su antigua partida sirviendo a los zares que formaban el frente del Oeste de los ejércitos de Archaon, ambos eran ya hermanos de sangre y se habían jurado lealtad mutua.
En Nordland se aprestaban ya las hordas de guerra, para internarse más profundamente en el Imperio tras un invierno viviendo de los víveres robados a los campesinos. Cuando Horsa y sus compañeros se reunieron con los ejércitos de los zares, ya las hordas que llevaban allí desde el año anterior se habían puesto en movimiento, y otras les seguían los pasos al grupo del kul.
Pasaron por un país salvaje y devastado por las incursiones de forrajeo, en el que era difícil hallar comida. Se alimentaron de los frutos del roble, que los nativos de esa zona molían para hacer harina, y de los de un árbol llamado castaño, carne de perro y de ganado, pero miraron con repugnancia el pescado salado y lo arrojaron a un lado, pues desconfiaban de él. En una ocasión, el camino se acercó a la costa y Horsa vio el mar de las Garras. Pensó que era un pedazo de cielo, inmenso, furioso, otra representación de la voluntad de Tchar. Tres barcos largos como serpientes surcaban las aguas, y se elevaba humo de entre las ruinas de una aldea. Los kurgan se internaron en los bosques entre gritos, para dar caza a los campesinos que intentaban huir con su ganado y sus pertenencias, y les arrebataron el botín a los nórdicos pelirrojos que habían desembarcado en la playa. En los bosques se encontraron ambas partidas, los guerreros de las estepas que pasaban el dogal por el cuello de los recién adquiridos esclavos, y los hombres pelirrojos que venían del mar, y la luz del sol se reflejó en las espadas. Los kurgan mataron a tres piratas e hicieron huir al resto. Luego continuaron su camino.
En las afueras de Schonig hubo una batalla feroz, cuando los ejércitos de Nordland decidieron que el repliegue ya había durado bastante. En los espesos bosques y en las calles de la ciudad se llevó a cabo una batalla en la que no había grandes masas de guerreros ni choques gloriosos derivados de la táctica, sino un rifirafe brutal que duró días.
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Mensaje por kurgan »

Bueno, ¿Os ha parecido más o menos creíble? ¿Coherente con el trasfondo de warhammer? ¿Os ha gustado? ¿Demasiado largo y con poca acción? ¿Sigo?
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Mensaje por kurgan »

Horsa y su nueva partida de guerra avanzaban a pie por el húmedo suelo del bosque. Los caballos estaban en el campamento, protegidos por las partidas de guerra de la retaguardia. El gran zar había seleccionado a la partida de Figuald Tenazyr, el zar al que ahora era leal Horsa y a otras dos para adentrarse en los bosques al sur de Schonig, donde la avanzadilla había sido emboscada y exterminada aquella mañana. Al centenar y medio de guerreros experimentados acompañaban otros ciento veinte jóvenes sin experiencia, para los cuales esta guerra en tierra extranjera era su primera experiencia con las armas. Los jóvenes kurgan avanzaban cubriendo los flancos, explorando el frente y la retaguardia y dándole volumen a la masa principal, además de servir de correo con las fuerzas de reserva que había dispuesto el alto zar. Mucho más arriba, las hojas de los robles paraban las gotas de lluvia que caían con una fuerza lánguida pero incansable, empapando todavía más el oscuro y ácido humus.
Más adelante, en algún lugar indeterminado, había guerreros sureños. Un pájaro de estos climas, de extraño canto, cloqueaba incesantemente a la derecha. Vadearon un riachuelo con las armas a punto, sin recibir señal de los exploradores excepto por un cuerpo flotando en el agua ensangrentada, empezaron a subir por una cuesta poco pronunciada y entonces fue cuando empezaron a caer las flechas.
El primero en morir fue Huyar, un varg lampiño de apenas diecisiete años, con una franja ritual roja que le cruzaba la cara al través. Pisaba con cuidado los helechos, mirando a un lado y al otro, y se giró para decirle algo al hombre que iba a su lado. Éste llegó a ver cómo su expresión se mudaba en una mueca de horror al ver cómo un asta con plumas aparecía en su pecho. Se desplomó sin un sonido. Casi al momento, un veterano que Horsa al cual Horsa no conocía en persona murió con una flecha atravesándole la sien. Dos de sus compañeros le quitaron el cinturón y la espada, mientras echaban miradas nerviosas al bosque, que seguía en calma. Los guerreros se detuvieron, cubriéndose con los escudos, sin saber si cargar, retroceder o dispersarse. La lluvia y lo avanzado del día les impedía ver con claridad, y de un momento para otro la cima de la colina se llenó de soldados con ropas verdes, oscuras y marrones, que habían visto el avance escondidos en pozos improvisados cavados en los días anteriores, o tumbados detrás de arbustos diestramente dispuestos. Los nórdicos se estaban enfrentando a hombres del bosque que peleaban en su propio terreno.
Arqueros y ballesteros, escondidos detrás de los troncos o en la copa de los árboles, los hostigaban, y en de algún sitio vino un relincho de caballo. ¡quien podría saber de donde, en medio de esta vegetación extraña que distorsionaba lso sonidos, impedía las cargas de caballería y le proporcionaba a los soldados y civiles imperiales multitud de refugios y defensas contra los invasores! Los kurgan murmuraron para sí y formaron una tosca triple línea, que más bien era una muchedumbre desordenada, y empezó una subida en constante búsqueda, con ojos nerviosos, de los arqueros ocultos en la espesura. Pero apenas habían recorrido una veintena de metros cuando fueron los imperiales los que les cargaron a ellos, surgiendo en un número imposible de calcular por los flancos. En realidad, no eran más que una docena y media en cada lado, escondida en escondrijos bajo el suelo del bosque, que se precipitó gritando sobre los desprevenidos novatos, para matar a cuatro o cinco con la sorpresa y luego huir, arrastrando consigo a las inexperimentadas fuerzas kurgan que ya veían esa batalla ganada. Así, el grupo principal chocó contra un enemigo confundido y desorganizado. Era la misma táctica que habían empleado con la vanguardia, y entonces había funcionado: los nórdicos se habían roto o habían muerto peleando en desventaja, y los que intentaron huir fueron cazados por los exploradores que se habían deslizado por su retaguardia. Ahora, sin embargo, los kurgan eran más y estaban afianzados y alertados por su comandante para presentar un frente unido en el centro.
Horsa sintió como la línea vacilaba a su alrededor. Los hombres estaban cansados, no habían comido desde el día anterior y la mezcla de inactividad y tensión de aquella guerra en los bosques os había confundido y debilitado. Estaban separados del grupo principal, recibiendo descarga tras descarga de flechas disparada por oponentes invisibles, y los que veían eran hombres de pinta extraña, con capas que se parecían fundir con el bosque y armas de acero afilado, que llegaban a ellos sin previo aviso. Pero resistieron.
El choque de el cuerpo principal imperial con el kurgan resonó con estruendo de armas y gritos de guerra, victoriosos inicialmento por parte de los imperiales, pero que se fueron apagando para dar lugar a gritos de esfuerzo, agonía o dolor cuando estos se rehicieron y empezó el combate cuerpo a cuerpo.
Por un momento pareció que los iban a copar. Los imperiales parecían estar por doquier, saltando y gritando en un idioma extraño, matando a los kurgan que tropezaban con las raíces de sus árboles o resbalaban sobre el musgo de sus bosques, o tropezaban en el barro de su tierra.. Eran semejantes a espíritus del bosque, gritando consignas a sus dioses y cargando con fuerza y optimismo. Por el centro de la formación incluso venían con un pequeño grupo de caballos, con jinetes cubiertos de flamante acero lavado por la persistente llovizna, que portaban un estandarte azul y verde con una especie de genio del mar u hombre-pez. Llevaban extraños cascos y mataban hombres con hachas, espadas y mazas en medio del silencio roto de los bosque ancestrales.
A la izquierda, el flanco se desmoronaba, con los jóvenes corriendo de un lado para otro mientras los forestales los cazaban como a gallinas. En el centro, un pequeño grupo de guerreros de élite, templarios del dios del mar, luchaban y casi rodean al propio zar, que peleaba desesperadamente con el espadón. Entonces, hubo un sonido de relincho de caballos, de silbido de flechas y gritos al norte, a la derecha de la formación kurgan. Los imperiales empezaron a destrabarse, a mostrar inseguridad y por último a huir. La caballería de reserva había llegado para socorrer a los valientes del flanco derecho, y ahora los imperiales se veían forzados a huir si no querían que los kurgan, desplazándose por el bosque más despejado del norte, les cortasen la retirada. Aterrados por aquellos hombres que pareían de hierro, su confianza en sus tácticas y comandantes se esfumó de un momento a otro, y los kurgan gritaron que la defensa no era de hierro, sino de hielo que se derrite al calor del sol. Luego corrieron entre los imperiales en retirada, matándolos como a conejos, y rodearon a los pocos peones que formaron un círculo alrededor del estandarte de Manaan, dispuestos a morir luchando. Los kurgan los atacaron desde todas partes y los mataron a todos, para cortar sus cabezas y cueros cabelludos y sumar la tela del estandarte, manchada de barro y de la sangre de su portador, a los trofeos que colgaban del estandarte del hetzar Figuald Tenazyr.
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Mensaje por kurgan »

No acabó entonces la lucha en torno al pueblo. El principal grupo de casas, en la ribera de un pequeño lago crecido por las recientes lluvias y con un flanco cubierto por un río desbordado, era defendido con saña por tropas imperiales que tenían suministros y refuerzos asegurados. Los señores de Nordland querían parar la ofensiva kurgan antes de que penetrara más en sus tierras, y habían puesto todo su empeño en asegurar este frente. Un ejército guardaba la zona Norte, próxima a la costa, y le inflingió graves daños a una horda que intentaba avanzar por ese flanco para caer sobre los defensores del pueblo desde atrás y capturar su campamento. La poca artillería de la que disponían las fuerzas de la provincia había sido emplazada alrededor de las defensas del pueblo, y parte de los templarios de Manaan defendían día tras otro el paso sobre el lleno riachuelo Schoffen, cada vez que los nórdicos intentaban forzar un ataque.
Pero los más avezados generales, adoradores de Ulric de la provincia, no contaban con que un enemigo que no podían ver era su mayor amenaza...

Horsa bostezó y se ajustó el casco, uniéndose a la masa de guerreros del hetzas Tenazyr convocados por los cuernos, al parecer para una carga en plena noche. Un intento desesperado, quizás, por forzar la situación. Se murmuraba entre los guerreros de la horda que las tropas de dos Zares Supremos estaba atascadas en las inmediaciones de aquel pueblo, cuando Archaon reclamaba a sus subalternos para pelear al Sur, en una batalla que se estaba concretando en torno a Mis-ken-heim, la ciudad sagrada de un dios de la guerra sureño. O eso se decía. En cualquier caso, las lluvias primaverales resfriaban a las tropas, los refuerzos se perdían en los enmarañados bosques o se desviaban hacia el sur en busca de gloria, y los suministros escaseaban, dado que los forrajeadores no daban abasto para alimentar al cuerpo principal, acosados por los hostigadores imperiales. Tomar el pueblo les daría acceso a los almacenes de grano, pero el caso es que no se podía tomar el maldito pueblo. Llevaban una semana intentándolo, y todos los días se encontraban a los mismos cabrones atrincherados, parapetados detrás de barricadas o formando una muralla de picas detrás del maldito riachuelo. Y últimamente se habían envalentonado tanto que se atrevían a deslizarse al amparo de la noche, espantando a los caballos y matando a los guardias. Por lo menos de momento no habían conseguido ponerle fuego a los almacenes kurgan, puesto que si lo conseguían la batalla estaría perdida definitivamente.
-Horsa, seh.-al lado estaba Bor, un kul de apenas diecisiete años que se había ganado su primer brazalete de guerrero en la reciente batalla de los bosques, y que no se parecía en nada a su tocayo muerto ante las murallas de Erengrado que no fuese en su tenacidad.-¿Qué quieren? ¿Porqué nos despiertan antes del amanecer?
Horsa se encogió de hombros.
-¿Cómo quieres que lo sepa? Para otro asalto, supongo. Aquí están todas las partidas bajo el mando del hetzar. Quizás los sigmarios-escupió despectivamente- hayan bajado la guardia por la noche.
-No lo creo. Ya lo intentaron hace dos noches, las partidas de Creeya y los nórdicos de Agalf, y no consiguieron nada. De hecho, la partida de Agalf fue...
En ese momento sonó un cuerno y el hetzar, subido a su caballo, empezó a hablar.
-¡Guerreros de los dioses! ¡Somos afortunados, pues los dioses están con nosotros! ¡La ciudad de los apestosos perrillos sureños caerá con el alba, y nosotros seremos los primeros en entrar! ¡Los ojos de los dioses nos miran, y los míos también, o sea que luchad todos valientemente y no escurráis el bulto, porque si no vuestros cráneos me servirán de base para mi pirámide de la victoria, y los dioses os negarán la otra vida y vuestros compañeros la gloria! ¡Ochenta irán montados, conmigo, el resto a pie entrará en la ciudad! ¡No matéis a los aliados, acabad con los soldados sureños, capturad o matad a los que se rindan pero no los dejéis escapar a los bosques! ¡No os entretengáis saqueando o forzando mujeres hasta que la lucha termine y suene el toque de saqueo! ¡No incendiéis los almacenes de alimentos ni los graneros! ¡A mi señal, las partidas avanzarán tal y como vuestros zares os digan, con la mía bajo el mando de Retyr Aesh! ¡Luchad con gloria y morid con furia!
Los guerreros rieron la vieja broma a costa de la frase hecha “Luchad con furia y morid con gloria, y vitorearon tibiamente. No creían para nada que la batalla acabase esa noche, ni ese día, ni en la noche y en el día siguientes. Y menos con una victoria kurgan.
Dos horas después, la noche estalló con llamas verdes y un estampido. Sombras extrañas luchaban contra los imperiales en Schonig, y los kurgan cargaron a través del Schoffen para ayudar a sus aliados skaven y conseguir la victoria.

Mil doscientos prisioneros, agrupados de veinte en veinte, se agolpaban en los alrededores del pueblo. Bueno, de las ruinas del pueblo. Unos cuatro o cinco centenares de hombres habían sido pasados a cuchillo en él, pero el ataque de los skaven, que habían surgido de dos túneles situados estratégicamente cerca de los barracones, había aterrorizado sobremanera a los imperiales. Además, los Zuyeet, los hombres-rata siempre estaban buscando esclavos. Hombres y mujeres, niños, incluso varios enanos. Un botín excepcionalmente bueno, cuya visión era un regalo para la vista. Estampa que, sin embargo, era estropeada por la muchedumbre de pelaje marrón que ocupaba varias hectáreas, a la espera de su parte del botín.

“Una situación interesante” pensó Horsa, contemplando el panorama que se extendía ante sus ojos. Junto a él, las fuerzas del Zar Supremo Anhad el Rojo, una fuerte horda de guerreros victoriosos, kurgan en su mayoría, y las tropas aesling que habín desembarcado en el Norte para reunirse con el Zar en su marcha para reforzas al ejército de Archaón. Delante, cientos de prisioneros, una fortuna inimaginable para los pueblos esclavistas. Y más allá, el ejército skaven, una masa nerviosa pero erizada de lanzas. En un punto equidistante entre ambos ejércitos, un skaven albino, escoltado por una veintena de guardias, parlamentaba con el Zar Supremo.
De pronto, la conversación acabó, y de forma brusca al parecer. La visera de bronce con facciones demoníacas ocultaba la cara de Anhad el ensangrentado, pero por la forma en que el skaven chillaba, el encuentro no había dado un acuerdo satisfactorio. Los escoltas del zar supremo, ocho guerreros acorazados de entre la élite del ejército kurgan, trotaban tras su señor de vuelta a la masa de sus tropas. Pero el Zar Supremo detuvo al caballo antes de internarse en la primera línea.
-¡Hombres del norte! ¡Vuestro Zar os ordena matar! ¡Cada Zar puede quedarse con los prisioneros que pueda llevar al Sur, pero no más de uno por cada cinco hombres! Degollad al resto.
Seguramente ninguno de los hombres que se agolpaban en jaulas de lanzas o yacían heridos o maniatados en el suelo entendió las palabras del kurgan. Pero algo debió decirles que las cosas pintaban mal, a juzgar por sus caras. Y cuando los nórdicos alzaron las armas para darle la bienvenida a la matanza, acabaron por convencerse del todo.
Saratai
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Mensaje por Saratai »

Sólo decir que espero que se cuelgue en descargas, me esta gustando mucho!
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igest
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Mensaje por igest »

Eso mismo digo yo, a ver si lo colgamos en IGARol, en fin, Kurgan cuando lo tengas todo no dejes de mandarmelo para que lo subamos maquetado para los que quieran descargarlo todo juntito.
kurgan
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Mensaje por kurgan »

Queréis caldo, toma siete tazas XD. En serio, me alegro de que os esté gustando.

¡Al Este!
Hacia el Este, por fin. Hacia Oriente se alzaba aún -¿se alzaba aún? los miembros de la horda no lo sabían con certeza- la más poderosa fortaleza del enemigo, según decían en los fuegos de campamento que cada noche se alzaban en medio de un bosque virgen o de una aldea arrasada. Contaban que se alzaba hacia el cielo tanto que los magos del Sur veían las estrellas a no más distancia que esta-y señalaban con la mano a un prisionero o a uno de los animales que llevaban consigo. Estaba repleta de valientes, hombres feroces como demonios que rivalizaban con los norses en fiereza y en habilidad, los adoradores del dios lobo. Pero, fuese lo fuerte que fuese, ¿Cómo podría parar a Archaón el Señor de los Tiempos del fin, el elegido de los dioses, el paladín del Norte? La ciudad caería y todos sus defensores morirían chillando. El único temor era el no poder estar allí cuando eso pasara. Los guerreros, confiados, marchaban y forrajeaban, y hacían planes para cuando saqueasen las ciudades del Sur, matando y conquistando hasta llegar a la última mar.
El camino discurría por un país semiarrasado. Pasaron por un bosque siniestro, oscuro e interminable, de donde las bestias habían salido de sus escondrijos ancestrales para arrasar las viviendas de los hombres. De vez en cuando cornudos gors, jefes de manadas escondidas, surgían como fantasmas de la espesura para enseñarles a los hombres del Norte escondrijos y sendas, o comunicar noticias de movimientos en el Sur, donde los ejércitos sigmaritas preparaban el contraataque.
Un corto trecho hacia el Norte, una batalla con un regimiento imperial (más bien, dos compañías diezmadas) que defendían un fuerte lleno de heridos y civiles, y la vanguardia divisó por fin la roca blanca sobre la que se alzaba la tan esperada Mis-ken-heim, alzándose sobre el mar de campamentos que la rodeaban como un árbol solitario, con los viaductos de acceso quemados, rotos y retorcidos por semanas ya de lucha constante. Para entonces, Horsa lucía orgulloso un peto de hierro negro con una triple franja roja, una pieza de armadura de infante que lucían aquellos elegidos para conformar las fuerzas de asalto de infantería.
No fue el propio Archaón el que salió a recibir a los refuerzos, como se había comentado la noche antes, pero sí uno de sus lugartenientes, un gigante rubio que llevaba la coraza pesada de los Espadas del Caos. La partida de Guyvald Tenazyr se deshizo y se rehizo, reforzándose con jinetes inexpertos y privándosele de los veteranos, que pasaron a reforzar nuevas partidas de guerra mezclándose con los restos de otras disueltas. En medio del lío, tanto Horsa como Cryeez fueron mandados, junto con sus caballos y armas, al campamento Oscuro, el que custodiaba el viaducto Este y cuyo jefe era el gigante rubio que los había recibido. El joven Bor, que por su tozudez recordaba a su tocayo muerto en las afueras de Erengrado, protestó y maldijo durante media hora en las caras de los reclutadores que debían separar a los novatos de los veteranos, hasta que se le dejó unirse a los que se encaminaban al campamento Oscuro. Llegó cuando ya anochecía, jadeante tras una discusión aún más larga con los guardias de éste para que lo dejaran pasar. Horsa se alegró de tenerlo cerca, pues a pesar de su juventud era un espadachín y lancero más que pasable, y leal y temerario hasta la muerte.

La fortaleza blanca, la ciudad de los hombres del Sur, había estado rodeada por un poblado bosque. Ahora quedaban los tocones. Miles de columnas de humo se elevaban al firmamento, como lo habían hecho desde hacía meses: primero con los incendios de las aldeas que los nórdicos pasaban por la antorcha, luego con los bosques que los imperiales hacían arder para impedir el avance de sus enemigos, y ahora con las fogatas de campamento que servían de cocina a los asediadores. Muchas razas vagabundeaban entre las colinas peladas. Hombres de una miríada de pueblos se gritaban órdenes, entonaban canciones, intercambiaban pullas en sus respectivas lenguas. Tres criaturas pasaron trotando junto a la columna de los kurgan: no eran hombres, no eran cabras ni caballos, pero tampoco dejaban de ser ninguna de esas cosas. Los corceles se encabritaron y se pusieron de patas por el olor, y las criaturas relincharon de risa mientras se golpeaban los peludos pechos. Hasta que pasaron de largo no pudieron los jinetes calmar a las bestias.
Una sombra pasó silenciosa, alas negras que batían el aire del anochecer. Pocos hombres se atrevieron a mirar. Al otro lado del valle, unas figuras gigantescas acarreaban piedras del tamaño de carros. Muchos hombres bajaron la vista y murmuraron hechizos, pero Horsa lo contemplaba todo con ojos de asombro.

-Uno, dos, ¡Tres! Uno, dos ¡Tres!
Todo tipo de bestias tiraban de las torres de asedio. Trolls, extraños cuadrúpedos peludos, cuyos cuidadores se esforzaban por hacer que tirasen coordinadamente, para acercar medio metro más la inmensa mole a los parapetos que los imperiales habían construido en los quemados restos de lo que una vez fue una de las entradas a la ciudad. Dentro, una muchedumbre silenciosa, con armas oscurecidas con betún, se escudaba lo mejor que podía de los proyectiles que lograban atravesar las duras paredes y las pieles de animal humedecidas, y a través de resquicios echaban curiosas miradas a la otra parte del ejército asaltante: una horda de enloquecidas criaturas, quizás con algún parentesco lejano con la humanidad, que con furia demente se lanzaban al asalto de la roca, escalándola y, los más cuerdos, asegurando cuerdas que pudieran servir a los asaltantes para escalar tras ellos. Un equipo de hombres solo protegidos por armaduras de cuero y desarmados se esforzaban por ampliar las escalas de cuerda, de forma que la pared de la Fautschlag ya empezaba a recordar a una roca con una telaraña entretejida por encima, de la que colgaban cuerpos de aquellos que habían muerto con las cuerdas atadas a la cintura.
Horsa se arriesgó a echar un vistazo por un boquete abierto por una enorme bala de artillería. El parapeto enemigo sólo estaba a una veintena de metros, y el acero que cubría a los defensores relumbraba con los matices rojizos que les conferían las antorchas. Después de una decena de carnicerías fallidas a pleno día, por fin Archaón se había decidido por los asaltos sólo nocturnos, para reducir bajas. Eso les daba a los que trepaban por la pared de roca una oportunidad de llegar a la cima. Desgraciadamente para Horsa y para sus camaradas, las moles de las torres de asedio eran un blanco difícil de ignorar para la artillería imperial, como estaban comprobando en sus propias carnes.
Las fuerzas de asalto de infantería se agolpaban hombro con hombro, tan juntos que un proyectil de artillería podría herir a dos en el mismo momento, y matar o mutilar a muchos chocando, aplastando, moviéndose y rebotando entre los hombres demasiado apiñados como para esquivarla. El último proyectil de plomo había provocado una nube de astillas que había cegado al hombre al lado de Horsa, que gemía bajito mientras él mismo se extraía las pequeñas estacas de madera de la cara, gritando atrozmente cuando tiraba de una para sacarla. Dos de cada tres veces no lo conseguía. Por suerte, era el único que había impactado a su altura, en el penúltimo piso de la torre de asalto. A medida que se acercaban a los emplazamientos de las bombardas, las bolas impulsadas por pólvora afinaban más el tiro e impactaban a cada vez más altura.
Casi todos los hombres portaban pesadas corazas de bronce, hierro o acero, proporcionadas por los herreros de la horda de Archaón. Dos días después de su llegada, los hombres seleccionados de entre la partida de Guyvald Tenazyr y de muchas otras habían sido convocados con sus armas y armaduras y conducidos al propio campamento del Señor del Fin de los Tiempos, hacia un conjunto de tiendas y barracas donde se protegían los suministros de la acción de los elementos y del pillaje por medio de lonas y de la presencia intimidatoria de cientos de Espadas del Caos. A apenas medio centenar de metros, Horsa pudo ver los corrales de las bestias y a los cuidadores de los trolls, oficio peligroso donde los haya, que alimentaban e inspeccionaban a las enormes moles mutadas.
Allí había material en abundancia, si bien no para todos, para aprovisionarse corazas pesadas y protectores metálicos para las extremidades, desdeñados por el común de los jinetes por pesados y difíciles de transportar pero inconcebiblemente útiles en un asedio donde nueve décimos del tiempo de peligro se pasaban a pie y bajo una lluvia de proyectiles. Pero poco importaba que no alcanzase para la totalidad de los guerreros, puesto que la mayoría ya tenía sus propias protecciones, y muchos desdeñaban la cubierta protectora de metal por variados motivos. Horsa, sin ir más lejos, no quería ni oír hablar de cubrirse los brazos con semejante peso, que por fuerza estorbaría sus miembros en la lucha, aunque aprovechó para que los herreros de la horda le hicieran un par de reparaciones necesarias en su equipo. Muchos desdeñaban las protecciones por la falta de movilidad que conllevaban: otros, por falta de costumbre, porque no había piezas adecuadas a sus constitución o por que rechazaban las protecciones como propias de cobardes, de forma que al final llegó y sobró para equipar a los nuevos refuerzos del asedio el material allí reunido, excepto en el caso de los arcos y de las flechas, bienes de los que los asediadores andaban muy escasos.
Otro paso hacia delante, y la roca Fauchstlag pareció avanzar otro poco para aplastarlos con su mole. La enorme piedra se acercaba tanto que Horsa dejó de poder ver a los defensores prepadaros para recibirlos, puesto que su galería quedaba a una altura de dos metros treinta centímetros por debajo del suelo que estos pisaban. Serían los guerreros del piso superior los primeros en atacar los parapetos.
Un último avance, y la Fauchstlag quedó tan próxima que Horsa hubiera podido extender el brazo por el hueco en la madera y rozarla con la punta de los dedos si hubiera querido. Pero no lo hizo, porque había cosas más importantes que hacer.
La construcción hervía de hombres, gritos y resonar de hierros. Desde arriba llegaron los gritos de guerra en varios idiomas, y los gritos de dolor que, expresados en diferentes lenguas, expresaban las misma realidad: la vieja y oscura realidad del hierro contra la carne, el combate desesperado contra la muerte, el dolor y el miedo. Y por doquier, en una edificación de madera fabricada con infinito esfuerzo por esclavos y salvajes, los hombres y cosas que no eran hombres se dirigían hacia arriba, subiendo por escaleras de cuerda o apoyándose en los pilares y en el andamiaje. Entre los acorazados nórdicos, que se agolpaban sobre el suelo de varias galerías, se colgaban de cuerdas improvisadas jóvenes guerreros casi desnudos, fanáticos de Khar ansiosos de lucha y sangre, bestias con forma humana y humanos con forma de bestia, hombres poseídos por demonios y demonios que parecían hombres. Arriba, en una galería sin techo por encima de ella, arqueros y honderos disparaban sus proyectiles, arriesgándose a veces sólo apoyados en los pies con cuerdas atadas alrededor del pecho para conseguir un ángulo de disparo. Alguno caía sobre los imperiales y recibía una muerte sucia, en medio de la confusión y el desorden, y muchos más recibían disparos de respuesta que les dejaban heridos o muertos.
Agolpándose, empujando y gritando para unirse al estruendo, Horsa llegó al último piso, donde se abría la noche en una de las paredes de la torre. Junto a él iba el joven Bor, gritando de júbilo para espantar el miedo, pero había perdido de vista a Cryeez.
Saltó el pequeño hueco que mediaba entre la torre asediante y la roca asediada, y estuvo en medio de todo.

El parapeto había sido tomado, con poca resistencia, contra unos defensores que retrocedían ordenados y en silencio. Espoleados y ebrios de victoria, los asaltantes se lanzaron en tromba, ansiosos de gloria y viendo ya la ciudad tomada. Sin embargo, eso había sido previsto. La cuña nórdica fue pinzada en plena puerta de la ciudad, muriendo muchos rodeados y golpeados por doquier, y los imperiales avanzaron dispuestos a expulsar al resto de la sagrada ciudad de Ulric. Fue entonces cuando llegó Horsa.
Desde dentro, por supuesto, era difícil evaluar todo esto. Desde el frente avanzaban unos hombres feroces y armados de pies a cabeza de reluciente acero, muchos de ellos con pieles de lobo o pantera como capas, y por encima de la primera línea de escudos y espadas a dos manos brillaban las puntas de acero de picas y alabardas con una luz roja, de forma que no se sabía si era sangre o el reflejo de las antorchas. El suelo estaba lleno de cadáveres, y de vez en cuando un proyectil de uno u otro bando añadía un cuerpo más a la cuenta.
Los kurgan, repuestos de la sorpresa de la emboscada y reforzados continuamente, se lanzaron a la carga, las armas imperiales se alzaron para recibirlos.
Caos y destrucción. Horsa mató a un hombre sin casco, que intentaba emplear un martillo a dos manos con una sola debido a que en el hombro derecho tenía una flecha clavada. Alguien le golpeó en la coraza y le hizo trastabillar, pero entonces, a su derecha, un kurgan y un imperial se mataron el uno al otro de un lanzazo y un espadazo asestados simultaneamente, y le dejaron espacio para reafirmar los pies, parar dos golpes y lanzar uno contra la cara de un espadachín imperial, un petimetre vestido de cuero y con un sombrero extravagante. Éste intentó alguna maniobra de evasión aprendida en una escuela de esgrima del sur, pero el apiñamiento no le dejó espacio y el hacha se le clavó en el pecho. El hombre que estaba detrás de él giró la alabarda como pudo, en un intento desesperado por cubrirse, y le dio a alguien. El rebote fortuito dio en el casco del kurgan y lo alejó hacia atrás.
Divisó a Cryeez, ahora sí, luchando a la vez con el hacha y el sable de montar, golpeando y abriéndose camino entre hombres ataviados de blanco y azul. Un kurgan saltó por encima suya, un hombre enloquecido y teñido con sangre que vociferaba algo en alguna lengua poco racional. Estaba casi completamente desnudo. La alabarda que lo recibió lo empaló, sobresalió por su espalda y se le fue de las manos a su propietario.
EL pequeño Bor, empuñando una extraña cimitarra que solo él parecía sabes manejar, se encontró corriendo en el margen de la formación, a un paso en falso de caer en el vacío. Vio a un hombre de pelo cano, que empuñaba una maciza lanza con una barra cruzada a medio codo de la punta. El hombre lo vio a él.
El viejo estocó, atravesando sin resistencia el punto que debería haber ocupado su oponente de continuar en la alocada carrera. Bor, cubierto con cuero flexible, dio una voltereta en el suelo tan cerca del borde que rajó el fieltro que le cubría las piernas con la arista de la roca. Golpeó sentado la parte anterior de las rodillas del lancero, y le dio dos golpes más mientras se ponía de pie, en el hombro y en la cabeza. Este último lanzó el cuerpo-pronto cadáver- de Karl Hissman, el más veterano miembro de la guardia de la ciudad en activo, por primera vez fuera de la roca que no había abandonado en su vida. Indiferente ante este hecho, Bor besó con su cimitarra el borde de un escudo de cuero, y pronto estaba luchando por su vida.
Horsa hirió a alguien y sintió, repentinamente, un mal presagio que le hizo girarse hacia la izquierda. Entonces alguien giró una maza, y el golpe resonó de tal forma dentro del casco como que lo dejó completamente desorientado durante unos segundos. Suficientes para que alguien lo apuñalara en el brazo. Cayó de rodillas, se movió de alguna forma hasta la retaguardia y consiguió salvar la vida.
Los nórdicos retrocedían, y arrastraron con ellos . Por un momento, pareció que se reponían, engrosadas sus fuerzas por el flujo constante de los que acudían desde la torre, y consiguieron reorganizarse a apenas diez pasos de ésta, pero no había manera de atravesar el muro de los escudos y lanzas imperiales, que los empujó sin descanso, matando a cada paso. Además, desde rendijas en las fortificaciones superiores de la roca y desde el tejado y las ventanas de lo que fue una casa de peaje, los sureños disparaban una y otra vez, atravesando cascos y corazas con balas de plomo, abriendo gargantas a flechazos, clavando virotes en las piernas desprotegidas.
Horsa se vio, sin saber como, en la galería superior de la torre, en un caos de sonido, golpes y olor a humo. De alguna forma, los defensores habían conseguido incendiar los pisos superiores.
Apenas consciente de eso, el kul recibió un corte en la izquierda. En algún momento debía de haber soltado el escudo. Se revolvió, golpeando a ciegas con el hacha ligera que aún aferraba sin ser consciente de ello, y alguien gritó. Nunca pudo decir si había sido amigo o enemigo.
Sin rumbo y aturdido, el arma se le escapó de las manos. Forcejeó para sacarse el casco, y entonces tuvo una visión del infierno.
Por doquier se elevaban llamas, y el humo, acompañado por el olor a carne quemada, hacía parpadear y llorar los ojos. El suelo estaba lleno de cuerpos, en una buena parte aún vivos e implorando ayuda. Una silueta, a la que faltaba una extremidad, se arrastraba por el suelo dejando atrás un rastro oscuro. Las llamas habían prendido en su jubón. A corta distancia, un bigotudo con una coraza en la que se veía la imagen de un cráneo coronado por laureles acuchillaba a una masa que podía haber sido un hombre. Ambos, él y su víctima, estaban empapados de sangre. Figuras de hombres se debatían a ciegas, intentado por algún medio escapar de los vengativos imperiales y del fuego.
Algo se rompió dentro del joven. Algo nunca volvió a ser lo mismo para él. Se lanzó contra el bigotudo por la espalda, y lo agarró del cuello con un brazo. El hombre sacó la lengua e intentó dirigir la daga hacia arriba, buscando las costillas de Horsa. Este tiró de los músculos con una fuerza que no sabía que tenía, y se oyó un chasquido.
Para entonces, uno de los compañeros del sigmario del peto se había dado cuenta de que había un salvaje que les hacía frente. Era un joven de menos de veinte, con una mata de pelo rubio y cara de aspecto angelical. Tenía una herida sangrante que se la había llevado un ojo, y vociferaba agitando una espada corta empapada de sangre. Se arrojó contra el kul. Este se lanzó contra él, recibiendo un golpe en el la protección del pecho a la altura del pezón, pero lo agarró por la cintura, como muchas otra veces había hecho con su hermano muerto Bahur practicando la lucha, y lo arrojó contra el suelo.
A partir de ahí, la mente de Horsa se perdió en una niebla roja.
kurgan
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Mensaje por kurgan »

Si alguien ha seguido la historia hasta aquí, me sentiré orgulloso XD. No sé si dejar la historia en este punto o rematarla.

Cryeez hablaba.
-¡Pues claro que no está muerto! Su alma está viajando... ¡Mira, ha abierto los ojos! ¿Eso lo hace un muerto?
-Es imposible- una cara barbuda entró en su campo visual- después de tres días... ¡Horsa! ¡Horsa, soy Amhed!
-¡Quita, tahmek!-La franca cara de Cryeez sustituyó al peludo curandero.- Horsa, habla si me reconoces.
Horsa intentó despegar los labios. Tenía una costra... Con infinito esfuerzo, movió la lengua, pastosa, e intentó llevarse una mano a la cara. A la segunda vez lo consiguió.
-Cryeez...
-Soy yo. Estos carroñeros querían quemarte ya, decían que olías a muerto. ¡Olerán a muerto vuestras...!
-Cómo…
-Estás herido, Horsa. ¿Recuerdas el asalto? Nos echaron hace tres días, y tú fuiste el héroe del día. Empezaste a gritar en la Lengua Verdadera, como un demonio, y retuviste a los imperiales. Dicen que mataste a más de veinte, dicen que te poseyeron los espíritus de los que han caído... ¿Lo recuerdas?
-Algo... Vi la niebla roja, me volví amok. Agua...
-Aquí tienes, toma- Cryeez le apoyó un pellejo en los labios y lo ayudó a beber. Luego siguió hablando. Horsa consiguió enfocar la vista, y apreció la cicatriz reciente que desfiguraba la parte derecha de la cara del guerrero.
-El propio Anhalt quiere hablar contigo. Verás, le salvaste la vida. Él y otros se quedaron atrapados cuando avanzaron los imperiales, pero les provocaste tal temor a los sigmarios que pudieron abrirse paso y volver antes de que la torre se incendiase. ¡Ja! Tú hablando con un zar supremo. Mira-se volvió y le enseñó un pallaz enfundado en piel de cabrito- un regalo suyo. Cuando te trajeron, fueron los últimos antes de que la torre se derrumbase, y yo estaba allí. Decían que ya estabas muerto, que el demonio que te había poseído te había quemado por dentro, sobre todo esa bruja varg... pero Anhalt dijo que te recuperarías, y que cuando lo hicieras, te diera el pallaz y fueras a hablar con él.
Así pues, una tarde de verano, Horsa fue por su propio pie al encuentro con un hombre que casi le parecía una leyenda, un zar supremo nada menos. Este lo observó detenidamente, pidiéndole que le mirase a los ojos. Horsa lo hizo y vio sangre, muerte, y demonios con alas llevando la palabra de los dioses hasta el lejano sur. Vio ciudades de seres escamosos que ardían entre la maleza, y vio la victoria de los dioses. Pero no apartó la mirada.
Anhalt el rojo le puso la mano en el hombro y lo hizo zar. Para entonces, la piel de Horsa empezaba a adquirir un tono rojizo.

Un largo camino, fue la frase que se le pasó por la cabeza a Horsa, de los kul orientales, al contemplar el enorme farallón de piedra una última vez. Tras un instante de contemplación de la roca, blanquísima bajo los primeros rayos de la aurora, zar Horsa espoleó su caballo y siguió ascendiendo la cuesta hacia el sureste, con su partida de guerra detrás de él.
Middenheim estaba rodeada de campamentos. Varios estaban fortificados, con toscas empalizadas, barreras de arbustos espinosos y fosos: uno guardaba cada uno de los acueductos que conducían a la ciudad, y un quinto servía de resguardo a las máquinas de guerra de la horda.
A su alrededor, los guerreros habían erigido miles de viviendas improvisadas: yurtas de cuero y tiendas de fieltro, barracones de troncos, y en su mayoría toscos chamizos en los que habitaban hombres y bestias. Muchos dormían al raso, tapados con mantas bordadas a la manera kurgan, y algunos salvajes man-chu se limitaban a cavar un agujero en el suelo y tapar el hueco con una plancha de madera o tela tensada. Orcos y hombres-bestia dormían en sus propios terrenos, separados lo más posible de los humanos. Los ogros hacían lo mismo. La más importante de las fortificaciones albergaba a las Espadas del Caos, la hueste personal de Archaón, seres que eran más que humanos del primero al último.
A su alrededor, el núcleo de la horda: las partidas de guerra de los Tong, de los akzey y de otros tres clanes del Norte profundo, los guerreros en los que más confiaba el señor del Fin de los tiempos, los establos en los que relinchaban enormes corceles del color de la medianoche, las tiendas de los brujos y de los Altos Zares y sus contingentes personales, los dawi-zharr que guardaban a los demonios de metal y construían las mejores armaduras y armas. Pero el corazón de la hueste se veía empequeñecido por los asentamientos de las decenas de miles de guerreros rasos que se habían unido al ejército.
Y todos tenían que alimentarse, pero no había comida, necesitaban agua, pero las fuentes eran escasas, se aburrían y se peleaban. Éste echaba de menos la estepa infinita, aquel a las mujeres que había dejado en su tienda, muchos meses antes, y se preguntaba cómo andarían de salud los caballos. La inacción espoleaba las disputas intertribales, los asaltos se habían convertido en masacres para los atacantes. Sin nada que forrajear a muchas leguas a la redonda, los hombres pasaban el tiempo alrededor de las hogueras, preparando flechas e intentando ignorar el rugir de sus estómagos hambrientos, a la espera del próximo asalto.
Apenas tres días antes, el campamento de la puerta septentrional, formado sobre todo por partidas de las tribus orientales, había estallado en llamas. Todo empezó como empiezan estas cosas: una corriente de resentimiento que no se expresa, hasta que un día, alguien dice en voz alta lo que todos piensan (es una lucha inútil, vamos al Este, en busca de mejores botines) y su zar lo mata. Sus compañeros callan, pero piensa en lo que ha dicho, y el hombre que lo delató es hallado degollado y nadie sabe quién fue. Los guerreros empiezan a obedecer las órdenes con desgana, y se murmura ahora en las comidas, en las letrinas, en las expediciones de forrajeo, hasta que estalla la insurrección. Un mensajero del propio Archaón entró en el campamento, sumido en el desorden, y los nórdicos que gritaban sus protestas se callaron, pues era el heraldo del Señor del Fin de los Tiempos. Y entonces a la Espada del Caos, acorazado, inmenso, a lomos de un corcel oscuro, le disparan una flecha de no se sabe dónde, luego más, la gente empieza a gritar, el caballero intenta desenvainar la espada, pero le entra una flecha por el visor y se desploma. La multitud empezó a gritar, un grupo de leales intentaron darle protección a la escolta rodeándola, pero ésta malinterpretó sus intenciones creyendo que querían cortarles la huida y se abrió paso por las armas. Al ver esto, los emisarios de Archaón perdieron las simpatías de todos, y los que habían intentado separarlos de la furia de la muchedumbre se unieron a ésta, matando a los caballos para desarzonar a los jinetes, y como éstos seguían peleando, acabaron pasando a cuchillo a siete de los doce caballeros. Los restantes galoparon al campamento de Archaón para dar la noticia de que el campamento septentrional se había rebelado. De éste surgieron partidas de hombres a caballo, y en el tumulto, los zares conocidos por su lealtad para con el señor de la horda fueron muertos, así como muchos otros hombres.
Los kurgan de los campamentos contiguos tuvieron que formar sus propias partidas para pelear con los rebeldes, que irrumpían en su terreno en busca de caballos, comida y armas. El desorden se extendió por toda la horda, y los descontentos eran tantos que sus zares no podían dominarlos. En varios casos, los propios líderes de los nórdicos decidieron atender las peticiones de sus hombres y encaminaron sus partidas de guerra hacia otros frentes, abandonando el cerco de Mis-ken-heim.
Durante dos días hubo una guerra dentro de la guerra que sacudía el mundo, entre guerreros rebeldes y fieles a Archaón. Al tercer día, cinco partidas de guerra numerosas y bien armadas se internaron en el recinto que los rebeldes habían amurallado y los sometieron. Pero el daño ya estaba hecho. Cientos de nórdicos habían muerto, y miles habían desertado, en bandas errantes que devastaban el Norte del Imperio de Sigmar en su camino de regreso a las estepas. Y lo que era peor, en los corazones de los guerreros ya no anidaba la convicción y la fe en la victoria. El miedo y la apatía habían ocupado su lugar.
Aún en medio del demoledor descorazonamiento de la horda, había hombres que conservaban la esperanza. Al calor de los fuegos, escuchando los gemidos de los heridos, se hablaba de que la ciudad caería, que nuevos ejércitos avanzaban hacia Middenheim (y qué, decían los más cínicos, podrían venir el doble, el triple de los que estamos aquí, que nos moriremos antes de hambre) que llegarían hasta el confín del mundo, que en el Sur era un enorme río que rodeaba toda tierra y que no tenía fin (y los nórdicos decían: hay costas más allá de todos los mares, más lejos de lo que podríamos viajar en un año; el mundo no puede ser conquistado). Confiemos en Archaón, aullaba uno, que nos ha conducido a la victoria, y diez guerreros le respondían, sombríos, que los había traído a la muerte.
Los hombres del Sur son débiles, son blandos y degenerados, repetían machaconamente los zares, los brujos; tienen palos que rugen más que el trueno, armas de madera y metal que cortan a un hombre por la mitad, armaduras irrompibles de buen acero y muros de piedra que son como las montañas. Uno por uno, se comentaba, hasta un niño puede vencerlos. Diez contra diez dan problemas. Cien de ellos son invencibles, porque cada hombre presta ayuda al de al lado y tienen armas que se apoyan unas a otras. Nosotros somos más de los que podemos contar, y en esa ciudad, sólo unos pocos miles, pero caemos a docenas por cada uno que matamos.
Y en medio de todo ello, Horsa tenía sus propias preocupaciones. Ser zar, ser zar, es más que la palabra. Uno ha de tener amigos fieles que lo guarden en el combate y en la paz, y riquezas, y sobre todo, un nombre, si quiere que otros lo sigan. Y Horsa era un pobre jinete venido a más, con la suerte de haber caído en gracia a un hetzar…

Un hombre, Yudsel, al que llamaban el invencible, decidió que había vivido lo suficiente. Formó una pila con todas sus posesiones, en la que brillaba el oro, el buen acero forjado, el bronce de cascos y petos, marfil y plata, maderas de Lustria. Pues Yudsel era un bendito de los dioses y uno de los mayores jefes de la horda. Apostó su tienda, sus esclavos, sus caballos y media docena de guerreros que habían jurado servirle, y se los concedió al hombre que lo matara. Sólo una condición: antes de aceptar el desafío había que contribuir a la pila de tesoros con lo que más se valorase.
Un nórdico se adelantó. Era un jefe entre su gente, vestido de lana y malla, y puso en la pila lo más selecto de su botín: oro en barra, colmillos de la bestia que habita en las costas de Norsca, cofres y alfombras, pieles de Ymir y trompetas de cuerno. Yudsel lo mató.
El siguiente en llegar fue un hung nacido en la silla de montar. Sus atavíos eran de basto fieltro elaborado a la manera de los nómadas y seda de Catay, pieles de perro y algodón de Ind, crines de caballo sobre un yelmo recubierto de plata. Peleaba con lanza y era rápido como un demonio, pese a ser bajo y rechoncho. Yudsel lo mató.
Llegados a este punto, los aspirantes a desafiar al invencible gigante, erguido dentro de su roja armadura, empezaron a pelear entre sí por el honor de luchar los primeros, con puños y brazaletes, rodillas y frentes. Once hombres mató Yudsel, todos ellos héroes o jefes, y tres más fueron heridos de gravedad en la lucha por un puesto en la fila. Horsa, sentado, observaba la escena. Después de una lucha especialmente corta, maldijo y se levantó, para montar a caballo de un salto, espolearlo con un grito (no usaba silla) y salir galopando.
Once cadáveres se apilaban, todos ellos decapitados, y sus cabezas adornaban las estacas a la puerta de la tienda de Yudsel el gran guerrero. Sus esclavos habían desnudado a los muertos, y sus ropajes engrosaban el montículo de tesoros. Y el crepúsculo llegaba y ya nadie lanzaba retos.
Bor el joven apareció entre la multitud, avanzando trabajosamente, pues llevaba una piel maloliente entre sus brazos que hacía de fardo. Caminó entre gruñidos de esfuerzo y descargó el contenido en el montículo.
Yudsel alzó su mandoble y le preguntó su nombre. Bor le sonrió y señaló con el pulgar hacia su espalda. Todos se giraron para ver a Cryeez cargando con un haz de hachas en una mano, un arco de bella factura en la otra y dos carcajs repletos de flechas a la espalda. Arrojó su carga al montón, y aún agregó su propia espada y su hacha. Y detrás de él llegaron otra media docena de kurgan, con sus modestas posesiones.
Horsa, con los brazos cruzados, pasó a largas zancadas entre sus amigos y miró a Yudsel el victorioso al estrecho visor de su casco. No hizo falta decir más.
La muchedumbre se lamió los labios, interesada. Se oyeron gritos cuando los espectadores llamaron a sus camaradas para que no se perdiesen el espectáculo.
La coraza de Yudsel era negra y dorada, y la sangre había formado una película en torno al metal. Su cara estaba oculta por un yelmo en forma de cabeza de perro cornudo y gruñente. Horsa combatía con calzones de lana y descalzo, dejando el pecho y la cabeza al descubierto. Los pallazs, las espadas a dos manos, eran del mismo largo. El joven zar empezó a rodear a su enemig con un movimiento lateral, pero el gigante cubierto de armadura no respondió. Horsa, ahora situado en su flanco, dio un paso hacia delante. Con el estrecho visor así encarado, el guerrero no podría verlo bien…
¡Golpe! ¡Golpe! ¡Golpe! La mole de Yudsel saltó y giró en el aire, barriendo con su espadón en ataques bajos y altos. Pero Horsa lo había visto combatir, y sabía sus trucos. Sabía también que Yudsel no veía como los hombres normales, y que no movía los brazos como se esperaba que lo hiciese… Aún así, tuvo que poner en juego toda su habilidad y rapidez para zafarse del último ataque, que lo dejó en el suelo. Las piedras sobre las que cayó le abrieron bocas sangrantes en la espalda, pero rodó hacia un lado para esquivar otro golpe, esta vez de arriba abajo. Luego corrió para ganar distancia, antes de encarar a su enemigo sosteniendo el arma con las dos manos. Cuando volvieron a chocar las espadas, Horsa jadeaba.
La multitud miraba, curiosa. El combate ya había durado más de lo acostumbrado.
Todo acabó en cuestión de segundos. Horsa se lanzó hacia la derecha, con la cabeza gacha. El pallaz de hierro negro de su enemigo bailó sobre él, buscando morderlo. Horsa se apoyó sobre la rodilla, pegó, retrocedió, atacó, retrocedió, gritó y volvió a ver el rojo…
Esa noche, Horsa durmió en una buena tienda, y al día siguiente su nombre corrió de boca en boca por todo el campamento.
kurgan
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Mensaje por kurgan »

Anhalt le había llamado, a petición del propio Archaón, el día anterior. El asedio peligraba, y fracasaría a menos que por un milagro el ejército acampado debajo de la Fauchstlag consiguiese tomar la fortaleza en breve. Un ejército inmenso avanzaba desde el sur, y su destino era la ciudad de Middenheim. Un líder menor que Archaón habría cedido terreno, retrocedido de vuelta a las estepas con el ejército dividido en docenas de facciones para devastar y destruir otra vez el Norte, así como para forrajear efectivamente, con vistas quizás a reunir otra vez una horda y rematar el trabajo en otra ocasión. Pero claro, un líder menor tampoco habría llegado hasta donde Archaón...
De forma que la batalla final, que definiría la guerra, se libraría en Middenheim, o más bien en sus inmediaciones. La avanzadilla de la hueste sureña estaba casi encima... Había que retrasarla. Y para ello estaban guerreros útiles pero prescindibles, como Horsa y los suyos.
Había un camino que ascendía hasta un pueblo imperial, a pocas leguas de la tienda del propio Archaón. Realmente, el campamento de los asediadores se extendía casi hasta allí, al haber muchas partidas de jinetes y puestos avanzados a esa distancia o superior pertenecientes a la horda. Pero por ese pueblo debería de trancurrir el camino de la columna imperial, o una de ellas, según un emisario de las bestias de los bosques. Éstas ya estaban hostigando a los sigmarios en su marcha a través del Drakwald, pero era solo cuestión de tiempo que llegaran allí. Ni siquiera el temido Tuerto podía retener siquiera a una columna del ejército sureño.

-¡Seh! ¡Seh!
Horsa bajaba la cuesta, plagada de cadáveres. Una figura con una extraña arma recorría la hondonada de abajo. Se acercaba a los imperiales caídos, y los golpeaba con la especie de cimitarra de hierro basto que sostenía, estuviesen muertos o vivos. Horsa tuvo que agarrarlo por los hombros y sacudirlo para que parara.
-¡Seh! Para ya.
Tenía toda la cara ensangrentada. Los ojos, blanco y negro sobre rojo, miraban extraviados. Durante un momento Horsa pensó que iba a vomitar, o a revolverse, pero en vez de eso balbuceó algo. Y luego estalló en carcajadas nerviosas. El kurgan lo soltó, y vio cómo se caía al suelo, de culo, golpeándose, sentándose sobre los cadáveres, gateando hasta tumbarse en medio de un charco de sangre.
Horsa le dejo desahogarse, durante un par de minutos, mientras lo observaba sentado en una piedra, y pensaba. Sólo cuando le pareció que la risa histérica remitía, le habló.
-¡Por los dioses, Bor, para ya! Ya no eres un crío-empleó el tono de mando que había aprendido en las últimas semanas, mitad autoridad y mitad amenaza, y el chico se calmó. Hipó.
-Ya…-sorbió por la nariz- ya está.-se miró, y Horsa supo que sólo entonces entendió lo que había estado haciendo. Vio aflorar una expresión de asco y vergüenza en su cara.
-Déjalo. No pasa nada. Eres muy joven para estas cosas. Dioses, yo nunca viví nada así a tu edad.
-Los vi morir a todos-la mirada del adolescente se perdió en el recuerdo-¿Cryeez estaba contigo?
-Hasta el final. Cryeez está con los dioses, ahora. Peleó como un jabalí, y tuvieron que matarlo de lejos, con una vara de humo y fuego.
Guardaron silencio un momento. Ese fue el epitafio de Cryeez.
-Y Aksha, y Eumir… Artek peleó a mi lado. Con miedo en los ojos, pero no huyó. Luego lo mataron con una de sus malditas lanzas, largas como árboles. Nos empujaron hacia atrás, y por mucho que intentábamos golpearlos, no podíamos, porque… Yo quise animarlos, porque algunos vacilaban, pero me corté la cara.
Horsa asintió.
-Lo sé, lo sé. No me fallasteis. Pero los sureños… Son magos a su manera. Cada uno por su lado, no valen para pelear, pero cuando se juntan son como hormigas, sin miedo. Por cierto, deberíamos coserte la cara. Sangras como un cerdo.
-No me duele.
-Ya lo hará. No te duele porque has estado moviéndote y peleando, pero cuando descanses… Demonios, nunca te han herido. Qué sabrás.
Bor alzó sus ojos de chaval.
-Cuéntame cómo pasó.-Horsa hizo un gesto de asentimiento.
-Muy bien. Cuando llegamos a lo alto de la colina, os mandé desmontar, porque para el sitio era mejor pelear a pie. Los sigmarios subieron, con las varas largas por delante y guerreros con pallazs enormes en primera línea. Esa parte ya la sabes. Luego hubo la lucha, y qué se puede decir de ella. Mandaron a más de los suyos por el camino de la derecha, mientras estábamos distraídos, y yo no podía mandar retroceder, porque tenía miedo de que nos rompiésemos y nos matasen a todos. Así que nos cogieron como las fauces de un lobo, por un lado y por otro, y nos fueron empujando y matando.
“Lo que vosotros no sabíais, y yo sí pero no estaba seguro de que fuera cierto, es que teníamos aliados en la retaguardia. Los mismos Espadas del Caos-bueno, algunos de ellos, en todo caso-y los guerreros mejores del hetzar. Los sigmarios se desbandaron algo para acabar con nosotros, pensando que éramos el único peligro. Verás, si hubieran cargado con los caballos de frente, las lanzas largas los hubieran parado. Pero con los sureños desorganizados, confusos, sin saber la que se les venía encima… Claro que esperaron a que estuviésemos casi muertos para cargar, y aún así tuvieron que cabalgar desde el bosque donde estaban escondidos, subir la cuesta… Y para cuando llegaron, estábamos casi todos muertos”
Bor intentó sonreír, y la herida de pica que tenía en la mejilla se abrió peligrosamente. El kul paró el movimiento.
-Sí. Recuerdo los caballos.
-Luego, acabada la batalla, yo tuve que reunir a mis guerreros.
Bor se levantó.
-Te he hecho perder el tiempo, mi zar. Vamos a…
Horsa miraba al suelo, a un pie descalzo que asomaba entre la carnicería. Bor abrió la boca, la cerró y volvió a sentarse.
-Eres el único que me queda. Casi todos cayeron en la cuesta. Otros más en la batalla o en la persecución. Los pocos que quedaron vivos, me los han sacado. Dicen que no soy más zar, que no merezco serlo si en cada batalla pierdo a tantos hombres.
-No pueden haberte dicho eso. Deja la broma.
-Qué me gustaría más que que lo fuera. Me enfadé. Le pregunté a uno de ellos, que me miraba desde lo alto de su caballo, si así recompensaba el hetzar a los que le servían, uno de ellos me miró como si fuera a atacarme, y yo acaricié el puño del pallaz. Entonces me dijo, sin desmontar, que escogiera cuatro caballos y al loco que estaba apuñalando cadáveres, y que me perdiera. Ahora lo veo claro. Sólo me hicieron zar para encargarme la tarea más ingrata, y luego me echaron de lado como a un perro cojo.
Bor, ahora también, miraba al suelo. La luz roja del crepúsculo empezó a bañar la tierra.
-¿Qué haremos ahora?-su antiguo zar tenía un semblante sombrío.
-Por lo pronto… algunos han huido, y no están entre los heridos. Me da igual por qué me hicieron zar o por qué me deshicieron mi partida; me trae sin cuidado que la lucha fuese desesperada. Esos hombres me juraron obediencia, y yo les dije que aguantaran. Mi deber es cobrarme su insulto.-alzó la vista-¿Me acompañas?

Helmut Krassner corría como un condenado. La expresión nunca fue más cierta, pues, al sortear el tronco de un árbol, saltó sobre una piedra sin la suficiente fuerza. Si hubiese estado menos cansado, lo habría conseguido. Pero así son las cosas en el duro mundo. Cayó al suelo y se rompió la nariz contra una raíz.
Los cascos de los caballos se detuvieron junto a él. Uno de los jinetes le dijo una de las frases que había aprendido del kurgan. “Levanta, alimaña”. Decidió hacerse el muerto.
Horsa, sin descender del caballo, atravesó la espalda del desertor con una lanza. El imperial se retorció, gritó, suplicó a los dioses, la piedad de Tchar, se arrepintió de haber dejado el ejército imperial para unirse a la horda kurgan, y por último murió.
Bor giró su montura.
-Ése era el último.
-Sí, lo era. ¿Qué me llevas queriendo decir todo el día?
-Esta mañana, mientras ensillaba los caballos, vi pasar a tres hombres de la partida de Haez. Uno iba herido.
Silencio.
-Me dijeron que Miskenheim no ha caído. El señor Archaon ha tenido que huir, y su ejército se ha disuelto como humo.
La risa de Horsa espantó a una bandada de aves, e hizo ponerse de patas al caballo de Bor.
-¿Y ahora, Horsa? ¿De vuelta a las estepas?
El kul se encogió de hombros.
-Lo he estado pensando bastante-miró a los ojos a su compañero, a la cicatriz en su cara. Dioses, cómo había crecido en este último mes-¿Podrías volver al clan, ahora? No sé tú, pero yo sólo era un simple guerrero. Cuidaba cabras y caballos, me acostaba con las esclavas, peleaba con mis hermanos por una manta las noches de invierno, y tenía que servir al jefe de mi tribu. Vine al sur en busca de riqueza, fama, un nombre. Tengo un par de caballos, una lanza vieja y un espadón mellado. ¿Quieres volver así?
Silencio.
-Eso pensaba. Yo tampoco.
-¿Entonces?
Pusieron los caballos en movimiento.
-He oído hablar que el sol nace en una isla de Oriente. Allí los hombres tienen la piel como de oro, las mujeres son hermosísimas, y tienen guerreros que son los mejores del mundo. Guardan un tesoro, nadie sabe qué es, en un castillo con mil guerreros que nunca duermen…
Más tarde, los lobos vinieron a comerse a Helmut, dos veces desertor. Los espantaban de vez en cuando más bárbaros nórdicos que pasaban por el camino, en su retirada hacia el Norte, mientras las hojas que tiraba el incipiente otoño teñían el suelo de amarillo.
Última edición por kurgan el 20 Nov 2008, 21:51, editado 1 vez en total.
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Mensaje por kurgan »

Hala, ahora sí que c´ést fini. Como véis, no narré la batalla del final en tercera persona, y eso que en un primer momento la escribí así. La historia en su conjunto ya está bastante plagada de violencia, y creo que se alarga demasiado. Para la versión descargable, si maese Igest está dispuesto, habrá que cortar.
Decidí dejar vivo a Horsa, aunque mi primera opción era matarlo. En fin, he disfrutado bastante escribiendo el relato, que casi es una novela XD, y espero que os haya gustado.
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