Prólogo: Sombras y Silencio

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Prólogo: Sombras y Silencio

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El Padre Lantermann se desplazaba por los antiguos corredores. Mantenía su paso calmado, pausado, tranquilo... el paso que había llevado durante los últimos doce años. Después de todo, en la Cripta no había muchos lugares hacia los que correr, y ninguno de los residentes se quejaba por la parsimonia de su cuidador. Klaus Lantermann llevaba ya doce años como encargado de guardar la Cripta de la Catedral de Sigmar, lugar de eterno descanso de los Grandes Teogonistas. Limpiaba el polvo de vez en cuando, reparaba desperfectos en las tumbas, se ocupaba de colocar flores frescas y de tener ordenadas las ofrendas que se apilaban al pie de los sepulcros. No era un trabajo excesivamente difícil, y Lantermann agradecía desde lo más profundo de su alma que le hubiesen elegido para el puesto. Allí, el viejo sacerdote se sentía útil. Si no fuese por su trabajo como Guardián de la Cripta, probablemente se habría dado a la bebida, se habría suicidado o algo peor...

Antes de la fatal caída que le dejó lisiado de por vida, Lantermann había sido un Sacerdore Guerrero muy activo. Recorría las aldeas de Reikland, dando encendidos sermones a los campesinos, relatándoles las hazañas de Sigmar o instándoles a defender su tierra de bandidos y hombres bestia. Incluso dirigió varias batidas para dar caza a estos infernales seres. Pero sus días de gloria habían acabado de forma abrupta, cuando un condenado jabalí se cruzó en medio de su camino, salido de la nada. Su caballo se asustó, se encabritó. Klaus cayó desde la silla, golpeándose la espalda contra el suelo. Pero lo peor vino después. El caballo seguía a dos patas, asustado. Sus cascos se movían, levantando polvo. Y en uno de esos movimientos, aplastó la pierna del Padre Lantermann. Aún más asustado por los gritos del sigmarita, el caballo huyó. Era invierno, por lo que los caminos estaban muy poco transitados. Durante horas el Padre se arrastró, buscando ayuda, desangrándose y presa de unos dolores insoportables. Finalmente, perdió el conocimiento.

Cuando despertó, se hallaba en una cama, en una habitación luminosa. Trató de levantarse, pero cayó al suelo nada más que se incorporó. Debajo de su rodilla derecha, ya no había nada... El Sacerdote comenzó a llorar, hasta que un hombre llegó, le ayudó a incorporarse y volvió a tenderle en la cama. Al parecer había sido encontrado por unos mercaderes, que viéndole inconsciente, le llevaron hasta el pueblo más cercano, dejándole al cuidado del galeno local. Su pierna estaba destrozada... Podría haberla salvado de haber llegado antes, pero cuando el galeno le atendió, ya era tarde.

Una vez recuperado, Lantermann intentó volver a su vida, valiéndose de una rudimentaria prótesis de madera. Pero nada era ya lo mismo. Sufría dolores insoportables que le tenían en la cama durante días, era incapaz de permanecer mucho tiempo de pie, y le costaba hasta montar. Su vida se había acabado... Se sumió en una espiral de depresión, vagando de una aldea a otra, acabando tirado en cualquier rincón del camino cuando el dolor le vencía. Sin embargo, sus penurias no pasaron desapercibidas para la Catedral de Sigmar. La noticia de que el antaño poderoso Padre Lantermann ahora se arrastraba por los caminos fue recibida con preocupación. Decidieron otorgarle un puesto en la Catedral, uno que pudiese desempeñar en su actual estado. Y ese puesto es el que mantenía hasta entonces...


El padre había casi acabado su ronda habitual, cuando vio algo que le pareció extraño. Pensando que era imposible, que sólo sería una imaginación suya, no le prestó atención. Cuando ya se disponía a cerrar las Criptas, la curiosidad le pudo... A lo lejos, le parecía haber visto algo raro en la tumba de Wilhelm III, pero estaba seguro de que el día anterior la tumba estaba perfecta, hasta le había cambiado las flores...

Cuando se acercó, el Padre cayó de rodillas. Era verdad lo que había visto. El enorme sarcófago del Gran Teogonista estaba desplazado, dejando una cavidad debajo. Una cavidad que había estado cubierta por una inmensa losa de mármol, que ahora estaba apartada. Lantermann rezó a todos y cada uno de los Dioses del Imperio. Había pasado algo que nunca habría llegado a imaginarse. El Gran Teogonista debía ser informado...
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Mensajeros en la noche

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La noche fue ajetreada en la Catedral de Sigmar. Uno a uno, todos los altos cargos del culto fueron apareciendo por la Cripta, comentando el suceso con los demás religiosos, buscando soluciones. Algunos caían en la desesperación, lloraban o se autoflagelaban, hacían penitencia de la forma más dolorosa que se les ocurriese. Más pragmáticos, otros se agolpaban en los Altares de Santos, en las tumbas de los Grandes Teogonistas, y, en general, en cualquier sitio donde pensasen que sus rezos podrían ser escuchados, y rezaban sin descanso, implorando el perdón por el error que habían cometido.

Sin embargo, ahora el rezo no les serviría. Necesitaban hacer algo, y ese algo consistía en recuperar lo que había desaparecido. Poco a poco, los Sacerdotes fueron trazando un plan. Se escribieron cartas, solicitando ayuda de diferentes personas. Poco después de que los relojes de Altdorf diesen las doce, varias siluetas salieron a toda prisa del enorme Templo, adentrándose en la oscuridad de las calles de Altdorf.
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Un muerto en vida

El Colegio Amatista siempre había sido un lugar silencioso. Siempre lo había sido y siempre lo sería. Allí, el ruido era algo que estaba de más, era algo totalmente supérfluo. Después de todo, ¿para qué servía?. Pero todos aquellos conceptos eran algo que los simples mortales, aquellos que no eran capaz de ver la Muerte en su forma más primigenia, más pura, no entendían. Los bulliciosos habitantes de Altdorf pensaban que el ruido daba más dinamismo a la vida. El ambiente ruidoso les hacía sentirse más vivos, y estaban convencidos de que para triunfar debían ser los que más gritasen de todos...

Pobres ilusos... No se daban cuenta de que a todos les llegaría su Hora, que el Tiempo era inexorable, y que factores tan futiles como el ruido no tenían efecto ninguno sobre el flujo de los Vientos, quienes de verdad marcaban el pulso del mundo...

Y fue por ésto, por la total ausencia de ruido, por lo que la llegaba de aquel Sigmarita fue tan sonada. Poco después de que los relojes de la ciudad anunciasen el comienzo de un nuevo día, un agotado Iniciado apareció ante las escaleras del Colegio.

Prisas, relojes que sólo les recordaban que cada vez les quedaba menos para morir, separar el Tiempo, algo abstracto, en días... Todos eran inventos mortales. Pero una vez más, los mortales pedían ayuda a los hombres que mejor conocían a la Muerte. Solicitaban la ayuda de los Necromantes, los Magos Amatista, los Hijos del Colegio de la Muerte. El cansado religioso se adentró en el oscuro edificio, buscando a un hombre. Cuando finalmente dio con su celda, golpeó la puerta hasta que ésta se abrió.

Saludos, Señor. Traigo ésto de parte de la Iglesia de Sigmar. Creo que es para usted.

Con una huesuda mano, el que había abierto la puerta cogió la carta que le tendía el inciado. Delante de él, la abrió, y con sus inertes e inexpresivos ojos examinó su contenido. No era muy ilustrativo, pero el Mago ya tenía varias teorías sobre qué asuntos podían requerir la atención de un Necromante. Sin volver a dirigir la palabra al Iniciado, cerró la puerta.

Estaría al mediodía siguiente ante las escalinatas del Templo.
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Un corazón destrozado

El Padre Liszt recogió su espada antes de partir. Nunca iba a ningún sitio sin ella, y aún cuando fue nombrado Sacerdote, no se separó de su arma. Era tradición entre los Sigmaritas que empuñasen martillos, pero aquella hoja significaba mucho para Liszt. Le recordaba quién era, quién había sido y quién quería ser. Le recordaba por qué un Guardia averlandés había dejado su hogar para unirse a los Sacerdotes de Sigmar. Ya habían pasado casi cuatro años desde que se había instalado en Altdorf, primero como Iniciado, y como Sacerdote desde hacía tres semanas. Al ser ya Sacerdote, no le correspondía el trabajo de llevar las cartas que los dirigentes del Culto habían escrito, pero cuando vio a quién iba dirigida una de ellas, no dudó en ofrecerse a llevarla personalmente.

Después de tanto tiempo, volvería a ver al hombre, al héroe, a la leyenda que había acabado con el terror de Averland. El guerrero que con su espada había acabado con el causante de la vergüenza de Liszt, la vergüenza que le había hecho unirse a la Orden. Él era el Cazador que había acabado con Muerte en los Caminos...

Mucha gente no lo sabía, pero Johannes Liszt había sido uno de los hombres que había acabado con los mutantes de Averland, uno de los aclamados Héroes de Sorghof. Él había luchado junto a su Señor Heinrich Messner, junto a su viejo amigo Franz Weikath, junto a Migolver Bacher y su fiel Beswug, junto a los hombres de Anna Alptraum, junto a los Mercenarios enviados por los Fahen, la difunta Gertrude y Valentino Fonseca, y, finalmente, junto al hombre que le había revelado una nueva vida: Pieter Azhelhof.

Aunque conservaba frescos todos estos recuerdos, no había sabido nada de Averland en los últimos años. Aquello formaba parte de su vida anterior, y se había propuesto quedar al margen de todo aquello. Y ahora, subitamente, Franz Miller aparecía por Altdorf. Liszt estaba ansioso por volver a ver a aquel hombre. Se preguntaba si el Cazador le recordaría, si le recriminaría su comportamiento durante el combate...

Ensimismado en todos estos pensamientos, Liszt se dirigió a toda prisa al lugar donde le habían dicho que Miller se hospedaba cuando estaba en Altdorf. Cruzó las silenciosas y oscuras calles de Altdorf, hasta llegar a un viejo edificio donde se alquilaban las habitaciones. Subió a toda prisa las escaleras, y se plantó delante de la puerta que se suponía que era la de Miller.

Nervioso y emocionado, golpeó la puerta. En cuanto le abrieron, dijo con la mejor de sus sonrisas.

Saludos. Estoy buscando a Miller Cazavampiros.
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Un guerrero sin hogar

Junto a los demás religiosos encargados de entregar las misivas, el Iniciado Manstein partió del Templo poco después de la medianoche. Se dirigió hacia donde sus superiores le habían indicado. Al parecer se trataba de una taberna, y por el nombre del destinatario, quedaba claro que la persona a buscar era un enano. A Manstein nunca le había gustado salir tan tarde del Templo, y mientras avanzaba todo lo rápido que sus piernas le permitían, jadeando y respirando forzosamente, iba fijándose en cada sombra que veía, sobresaltándose con cada sonido.

El joven veía sombras de asesinos donde sólo había cajas amontonadas, y cada maullido de gato le parecía una amenaza de muerte. Y más aún los graznidos de los cuervos, en los que escuchaba la voz del mismísimo Morr. Definitivamente, Manstein no era un hombre valiente, pero sus temores sí estaban parcialmente fundados...

Con toda la desolación causada en el Norte, muchos refugiados habían llegado, lo que había llevado a un aumento de la criminalidad. Aunque la mayoría de los crímenes no eran causados por los pobres y débiles refugiados, sino por delincuentes comunes, que sabían que el pueblo culparía a los recién llegados, dejándoles delinquir a gusto. Además los barrios más conflictivos de la ciudad estaban plagados de desertores, mercenarios, cazarrecompensas, y, en general, de gente poco deseable en los tiempos que corrían.

Muchos padres, maridos y hermanos habían muerto en la guerra, y familias enteras se veían arrastradas a la mendicidad, al no contar con la principal fuente de ingresos que les habían mantenido hasta antes de la guerra...

Ése era el panorama que afrontaban los habitantes de Altdorf día a día, y un panorama que tenía todo el aspecto de ir a durar bastante. Finalmente, Manstein se sintió aliviado al llegar a la dirección que le habían señalado. Era efectivamente una posada y, a juzgar por la decoración, debía ser frecuentada por enanos. El Iniciado entró haciendo el menor ruido posible, y se encontró con que la taberna estaba llena de esos pequeños personajes. Sin embargo, el posadero sí era humano, y fue a quien Manstein se dirigió, para preguntarle quién era a quien debía entregar la carta. Cuando el canoso posadero escuchó el nombre, dudó un poco, pero tras repetírselo varias veces acabó diciendo que creía que era uno que no llevaba mucho tiempo en la ciudad, uno que en aquel momento se encontraba fumando en una mesa apartada. Era un tipo reservado al parecer...

Manstein se acercó al enano, y cuando éste le dedicó una mirada, le acercó el sobre lacrado que portaba.

Para usted, Señor enano. De parte de la Iglesia de Sigmar.
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Un fantasma de alquiler

Erik se sentía desgraciado. Le podía haber tocado cualquier otro barrio de Altdorf, pero no... Tenía que haberle tocado dirigirse al peor de entre los peores... Cuando entró en el Seminario, lo hizo pensando en que tendría comida caliente y cama todos los días, algo que en los tiempos que siguieron a la Tormenta no era nada fácil de conseguir, pero nadie le había dicho que a cambio tendría que adentrarse en barrios marginales a altas horas de la noche... Sin embargo, la suerte ya estaba echada, y Erik caminaba por unas calles en las que todo transmitía hostilidad...

No corras, Erik, o pensarán que huyes, o que tienes miedo, o algo...

Los habitantes de aquel barrio eran tan despreciables como variopintos: rameras, ladrones, traficantes, contrabandistas, mercenarios, cazarrecompensas... Erik escupía sobre los mercenarios. En los últimos años, se habían convertido en una plaga a lo largo de todo el Imperio. Con las tropas en el Norte y los Ejércitos Estatales prácticamente destrozados, el negocio de la guerra se volvió algo muy rentable. Al no haber Patrulleros ni Guardias, el crimen floreció enormemente, al igual que florecieron las compañías de mercenarios. Los ricos contrataron los servicios de ingentes cantidades de espadas de alquiler, que llegaron al Imperio desde todas las naciones imaginables: imperiales, bretonianos, tileanos, estalianos, árabes, catayanos, enanos, halflings, ogros, piratas de Sartosa, escoria de los Reinos Fronterizos... Todos se habían concentrado en el Imperio, sabiendo que allí tendrían el negocio asegurado. Además cada vez se licenciaban más soldados, que veían un futuro lucrativo en los ejércitos mercenarios.

Todos los que podían permitírselo contrataban a varios espadas de alquiler, y en poco tiempo se conviertieron en las verdaderas fuerzas militares del Imperio, superando en muchas provincias a los diezmados Ejércitos Estatales. Aquellos perros de la guerra no tenían respeto por nada. Ningún ideal les movía, ningún líder les inspiraba, y sólo el brillo del oro les hacía luchar. Su lealtad era algo extremadamente voluble, y cambiaba en función de quién ofreciese más Coronas...

Erik esperaba que la situación se normalizase algún día, que los Ejércitos se recuperasen, que todos aquellos despreciables seres ya no fuesen necesarios... Aunque también se daba cuenta de que el remedio podía ser peor que la enfermedad, y que tener tantos miles de rufianes desocupados podía tener consecuencias más funestas que las actuales...

Ocupado en estos pensamientos, llegó finalmente a su destino. Se trataba de una taberna desvencijada, a punto de derrumbarse y donde nadie con dos dedos de frente habría entrado. Pero debía adentrarse en el asqueroso edificio su quería cumplir la misión encomendada por sus Maestros. Dentro el ambiente era irrespirable, y humo procedente de todas las sustancias imaginables llenaba la sala. Los parroquianos eran a cual más despreciable, y sus gritos e improperios se mezclaban con gemidos procedentes del piso de arriba, con insultos y amenazas, con el sonido de golpes y cristales rotos... Aún así, entre semejante caos pudo distinguir a uno que parecía un poco menos deplorable que los demás, que sólo jugaba a las cartas junto a otros hombres, todos con sus armas encima de la mesa. Por lo menos no estaba peleándose o drogándose... El individuo cuadraba con la descripción que le habían dado, así que se acercó a él y le tocó el hombro para avisarle de su presencia. Una vez le hizo caso, le dijo en voz alta, intentando hacerse oír entre el barullo:

Señor, traigo algo para usted.

Quedó esperando hasta que abriese la carta. Y además, era más que previsible que aquel hombre no sabría leer...
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Un joven piadoso

Sin lugar a dudas, la Catedral de Sigmar era uno de los edificios más espectaculares de Altdorf. Posiblemente, sólo el Palacio Imperial era comparable a la inmensa cúpula que servía como sede del culto más poderoso del Imperio. Cientos de peregrinos llegaban para poder pisar aquel suelo sagrado, para rezar ante el mayor Altar de Sigmar, para venerar las reliquias de los Santos, las tumbas de los Grandes Teogonistas... Aquel edificio era un monumento al Imperio, y en sus piedras estaba grabada la Historia de toda una nación. Y sin embargo, los mortales que habitaban aquellos santos muros eran ya algo diferente...

Existían luchas y tensiones, peleas por el poder. Todo el mundo conocía la tensión entre Volkmar y Esmer, y que los dos se hacían llamar Grandes Teogonistas, pero las tensiones llegaban mucho más adentro, y en la Catedral se libraba una guerra secreta por el poder. Todo había empezado más o menos cuatro años antes, cuando Volkmar "El Despiadado" regresó de entre los muertos, convertido en el estandarte del malvado Señor Oscuro. El Gran Teogonista que había sucedido a Volkmar, Esmer, se sintió ultrajado por el regreso del viejo Sacerdote, y le atacó de todas las formas posibles, tachándole de engendro y de corrupto. Pero finalmente, el carisma de Volkmar hizo efecto (fue él quien "convenció" a Mannfred de que se fuese por donde había venido), y Esmer fue destituido, recuperando él su cargo.

Esmer se lo tomó mal lógicamente. Se exilió a Marienburgo con sus seguidores, y desde allí sigue afirmando que él es el verdadero Gran Teogonista, y que Volkmar sólo es un fraude, una marioneta en manos del Caos. Pero marioneta o no, es él quien sigue dirigiendo el Culto de Sigmar, en tiempos en los que la gente necesita desesperadamente aferrarse a algo en lo que creer. Además, la Iglesia necesita un líder fuerte, en vista del enorme avance del Culto de Ulric después de la Tormenta, y del fiasco que supuso para el pueblo el asesinato del llamado Avatar de Sigmar, Valten.

Sin embargo, intentando evitar toda esta polémica, la Iglesia seguía mostrando su cara más amable, ofreciando consuelo y ayuda en aquellos tiempos difíciles...

Y ahora, lo que había pasado en la Cripta amenazaba con derrumbar todo lo que le quedaba a la Iglesia. Como si no tuviese bastante con los ataques de Esmer, las luchas internas, el avance de los Ulricanos, la amenaza de un Cisma, las dudas sobre Volkmar... Definitivamente, la Iglesia no soportaría un escándalo como el que temían que se produjese. En aquel momento, los altos cargos discutían en las Criptas, enviaban mensajeros, mientras un Iniciado dormía tranquilamente en su celda. Hasta que unos golpes en la puerta le despertaron. Una cabeza afeitada se asomó por la puerta.

Eh, soy Erik. Te quieren en la Criptas lo más rápido posible.
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Un cazador de sombras

Desde luego, tenía que haber pasado algo importante para que los Sacerdotes decidiesen pedir ayuda a tanta gente... Wolfgang, junto a otros cuatro Iniciados y al Padre Liszt, había sido uno de los encargados de repartir las misivas redactadas en las Criptas, que iban en un sobre lacrado con el sello del Gran Teogonista. Era habitual mandar las cartas con el sello de la Iglesia, el omnipresente martillo, pero mandarlos con el Sello de Volkmar delataba la importancia del contenido de aquellos mensajes...

A él le tocaba dirigirse a la Calle de las Mil Tabernas, donde montones y montones de posadas y tabernas se habían establecido. Menos mal que tenía datos suficientes, porque de otra forma podría haberse pasado toda la noche buscando... Además, tenía la descripción del hombre al que requerían. Al parecer llevaba poco tiempo en la ciudad, pero había gente en la Iglesia que ya lo sabía todo sobre él. Muchas personas se asustarían su supiesen toda la información que guardaban los aparentemente pobres y humildes Sacerdotes. Había pocas cosas que no supiesen, ya fuese por confidentes o por otro medio, pero que aunque más rústico, solía ser más sencillo y efectivo...

Ingentes cantidades de mendigos y demás desafortunados acudían todos los días al Templo, refugiándose de la lluvia, del sol, del viento, del frío... O implorando algo de comer. Los Sacerdotes hacían lo posible por ayudar a los indigentes, aunque no lo hacían gratis. Y sin embargo, los mendigos no se daban cuenta de cómo estaban pagando al Culto la ayuda que les prestaban: los mendigos estaban en todas partes, tenían oídos en todos los rincones de Altdorf, y solían enterarse de cosas que a cualquier otro le habría costado semanas. Nadie reparaba en ellos, nadie les veía como una amenaza. Y por éso, un plato caliente y unas palabras amables eran todo lo necesario para obtener información muchas veces más que interesante...

Wolfgang estaba casi seguro de que el Culto habría sabido de la existencia del hombre que andaba buscando por ese medio. Finalmente llegó a la taberna indicada, y se adentró en ella. Como casi todas las tabernas de la ciudad, estaba plagada de mercenarios, pero entre toda la masa de espadas de alquiler, distinguó al hombre que buscaba. Increíblemente, la información que le habían dado era enormemente precisa... Se acercó al hombre, que bebía tranquilamente una jarra de cerveza.

Saludos, Señor. Tengo algo que entregarle, de parte de la Iglesia de Sigmar.

Se quedó a la espera de que abriese la carta. Puede que tuviese que leerla...
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Un estudioso de vida y muerte

Henjo conocía la dirección a la que debía dirigirse, porque tiempo atrás había tenido que ir cuando su hermana enfermó. Lo que no sabía era qué necesitaba el Culto de un galeno... Aunque éso no era asunto de Henjo, sú única misión era asegurarse de que la misiva llegase a su destino. Con esa tarea, el Iniciado se adentró en las oscuras calles de la nocturna Altdorf.

Malditos galenos...

Henjo no tenía en verdad una buena impresión de ellos. Hacía poco más de un año, su hermana había muerto. Una misteriosa enfermedad la consumió a una velocidad enorme, volviendo su preciosa cabellera subia en algo grisáceo y quebradizo, dejándola demacrada, extremadamente delgada, y tan débil que casi no era capaz de moverse. Habían probado en todos los médicos del Gremio de Físicos de Altdorf, que los fueron mandando de uno a otro, asegurando que alguno de sus compañeros sería capaz de curarla. Mientras mantuvieron la esperanza, hicieron todo lo que los médicos dijeron, yendo de uno a otro, desembolsando astronómicas sumas de dinero con ningún resultado. Cuando todos los médicos de Altdorf habían sido consultados sin resultados positivos, decidieron visitar a un viejo Catedrático de Nuln, que impartía clases en la Universidad. Era el legendario Andries Van Wesel, que había sido el médico del mismísimo Emperador.

Lo que el venerable anciano les reveló cayó como un jarro de agua fría sobre Henjo y su hermana. Su enfermedad era mortal, incurable, y le quedaba muy poco tiempo de vida. Y lo peor es que todos los médicos a los que había consultado lo sabían, pero no se lo dijeron para que los consultase a todos, llevándose todos su parte de los ahorros de la familia. Su hermana murió pocas semanas después, en la casa de Van Wesel, que les permitió quedarse porque sabía que la chica no sobreviviría al esfuerzo del viaje de vuelta a Altdorf.

Desde entonces, Henjo odiaba a los galenos con toda su alma. Sabía que no podía generalizar, que había hombres buenos entre ellos, pero un infinito rencor no le permitía ser racional cuando se cruzaba con uno. Sólo deseaba aplicarles sanguijuelas y sangrarles, los tratamientos que a ellos les parecían tan buenos... Cuando finalmente llegó a la casa del galeno, golpeó la puerta con fuerza. Fue el mismo médico quien le abrió. Henjo le miró a los ojos con odio, pero se contuvo para no decir nada. Casi tirándole la carta, le dijo.

Para usted.

Después se perdió en la oscuridad, de vuelta al Templo.
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